Cuatro años después, estamos donde mismo. Es como si nada hubiese ocurrido. Si no fuera por la crisis social y económica que azota al país, estaríamos aun en 2019. Pero la decadencia delata el paso del tiempo. Demuestra que la idea de haber zarpado en un viaje sin rumbo ni puerto de destino siempre fue una mala idea. Si por último se hubiese aprobado una Constitución, cualquiera de las dos, da lo mismo cual, el panorama sería distinto. Pero, no lo es. Son cuatro años y un viaje perdido.
Al menos esa es la lectura que se ha hecho a nivel local. Nadie ha sacado cuentas alegres. La sensación de derrota es ubicua. Y con justa razón, si nadie hizo lo suficiente como para clamar victoria. Nadie quiso ceder más de lo necesario, lo suficiente. Ni la izquierda, ni la derecha. Ahora, obligados a dar vuelta la página, no queda otra que huir abatido con el rabo entre las piernas.
Pero la derrota de la clase política no significa que no haya un ganador. De hecho, hay un ganador innegable: la Constitución vigente. La Constitución de 1980 reformada en 2005, y varias veces después. Ganó la Constitución de Pinochet, como le dice la izquierda y el Diario El Pingüino de Punta Arenas. No se puede negar. La ganó dos y perdió cero.
Así, el cierre del proceso no necesariamente se debe leer como un fracaso.
El cierre del proceso se puede leer como el resultado de un problema mal diagnosticado, que terminó siendo capturado por la política coyuntural.
Nadie puede decir que las fake news o que los bots cambiaron la dirección de las dos elecciones. Después de todo, tras cuatro años de debate constitucional, los chilenos deben muy probablemente ser la población más educada, en promedio, sobre constituciones en el mundo.
Las personas no se equivocaron, simplemente votaron de forma racional. Dos veces.
El problema nunca fue la Constitución. El problema nuca fue el modelo. Es cierto que algunos aspectos de la Constitución y el modelo tenían problemas, y que había que reformarlas a tiempo. Pero es claro que ni la Constitución ni el modelo eran culpables de lo que se decía que eran culpables.
Si la Constitución o el modelo hubiesen sido el problema de fondo, los chilenos hubiesen votado por cualquiera de las dos propuestas, pero no lo hicieron. Finalmente, después de haber sido educados a diario por el debate político, aprendieron que lo que tenían no era tan malo después de todo.
Quizás el reconocimiento a la Constitución vigente, y el modelo que lo acompaña, no calce con la narrativa que se quiere contar, y que se instaló con el estallido social, pero la verdad es que, al final de la historia, ninguno de los dos era el problema.
¿Cómo se explica entonces el estallido social? Pues bien, habría que entenderlo en su contexto. Cuando las cosas estaban relativamente bien, era fácil ver la reforma estructural como una solución integral. Tenía hasta sentido. Si los políticos, la oposición en particular, decía que una reforma arreglaría todo, era fácil creerlo.
Pero apenas las cosas comenzaron a empeorar, es imposible ignorar que la percepción comenzó a cambiar radicalmente. En el nuevo escenario, lo estructural pasó a ser secundario. Ante la profundización de los problemas económicos, el alza de la delincuencia, y los problemas para encontrar y mantener empleo, el problema constitucional pasó a ser una anécdota.
Así, lo que terminó haciendo el proceso constituyente es educar a los chilenos sobre lo que hace y lo que no hace una Constitución. Y, al final, la lección que se llevaron es que se puede tener la Constitución que sea, pero si la clase política es irresponsable y no se hace cargo de los detalles que permiten vivir en paz y prosperidad, nada funcionará. Y, que en este tradeoff, siempre va a ser mejor y más importante privilegiar lo inmediato. De nada sirven las promesas de largo plazo cuando no se puede llegar a fin de mes.
Y aunque lo anterior no se admita en público, al menos parece haber consenso que es cierto en la clase política. Por algo no se iniciará un tercer proceso constituyente: porque las personas no quieren una nueva Constitución, quieren la que tienen.
El gobierno ya está avanzando en concordancia. Y si bien no abandonará su ambición de hacer grandes reformas estructurales, ahora las tendrá que hacer en el Congreso, como siempre se ha hecho. Al no poder inventar reglas del juego nuevas, como lo hizo en el primer proceso constituyente, ahora tendrá que conformarse con las reglas que hay. Y a todas luces, es una noticia positiva. Al menos el escenario macro-político se vuelve predecible. Se ordena el debate y se reduce la incertidumbre.
En definitiva, lo que queda en limpio, lo que prueba el proceso constitucional fracasado en que se impuso la Constitución vigente, es que la única forma de avanzar que permite mejoras tangibles es la reforma puntual y gradual. Queda en limpio que la reforma total y refundacional es peligrosa y tiende al fracaso.
En cualquier caso, nada de esto detendrá que se siga ofreciendo una nueva Constitución como solución a todos los problemas en el futuro. Es de hecho, probable que la próxima elección presidencial vuelva a poner “el sistema” en el foco del debate. Inevitablemente habrá quienes seguirán insistiendo en la solución integral.
Habría que recordarles a los votantes que, tal como enseña el proceso constitucional, ni lo que hay es tan malo como se dice, ni lo que se promete es tan fácil de lograr. Por lo demás, ante cualquier posibilidad de ofertón, habría que también recordarles que, a esta altura, hablar de la “Constitución del 80” no es más que un anzuelo.
La verdad es que la mayor parte de lo que había en la Constitución de 1980 se ha reformado. No quedan ni siquiera el candado de los dos tercios del cual se hacía referencia para pedir el voto.
Como el barco de Teseo, al cual se le reemplazaron todas sus partes, una por una, hasta el punto de plantearse como un barco completamente diferente, habría que preguntarse si la Constitución del 80 sigue existiendo después de ser reformada tan profundamente.
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