Comisión de Expertos y órdenes de partido: un remedio peor que la enfermedad. Por Jorge Schaulsohn

Expresidente de la Cámara de Diputados
Créditos: Agencia Uno.

La Comisión de Expertos está cometiendo un grave error al constitucionalizar las órdenes de partido y empoderar a las directivas para que ejerzan un control absoluto sobre los votos de sus parlamentarios. Otra decisión cuestionable es que el Congreso sea elegido después del Presidente, para aumentar las posibilidades de que el gobernante tenga mayoría parlamentaria. ¿Es mejor para la democracia que un mismo partido o coalición controle tanto el Legislativo como el Ejecutivo?


Es un hecho de la causa que nuestro sistema político adolece de grandes falencias que afectan la gobernabilidad, es decir la capacidad de un gobierno para ejercer el poder de manera efectiva, eficiente y legítima, así como para tomar decisiones e implementar políticas que satisfagan las necesidades de la sociedad.

Este es un problema que hay que abordar y resolver en la nueva constitución. Sin embargo, algunas de las soluciones diseñadas por los expertos en su anteproyecto son malas ideas, un remedio peor que la enfermedad.

Los expertos están cometiendo un grave error de diagnóstico cuando creen que la fórmula para mejorar la gobernanza es constitucionalizar las ordenes de partidos y empoderar a las directivas para que ejerzan un control absoluto sobre la voluntad de sus parlamentarios, utilizando los tribunales supremos para sancionarlos.

Las órdenes de partidos son propias de los sistemas parlamentarios, donde el primer ministro es siempre el líder del partido que obtuvo la mayor cantidad de escaños.  Los parlamentarios concursan en listas cerradas elaboradas por el partido y salen electos según el orden que ocupan en la lista, independientemente de la votación individual.  En ese caso un parlamentario que vota en contra de una iniciativa de su gobierno desestabiliza al primer ministro y puede ser sancionado con la pérdida del cargo.

En el sistema parlamentario es el partido el que elige al parlamentario, pero en nuestro sistema presidencial muchas veces los votos son del candidato y no del partido que con otra persona no habría logrado jamás el escaño.

Las órdenes de partido privan al parlamentario de la capacidad de decidir libremente -y en conciencia- sobre cómo debe votar en el ejercicio de su cargo, trasladando el debate y el poder desde la sede del Congreso a la comisión política del partido.

La función legislativa no es delegable y las órdenes de partido contradicen este principio fundamental, porque para todos los efectos prácticos es la mayoría del órgano político del partido el que actúa en una especie de subrogación del parlamentario.

Los tribunales supremos de los partidos encargados de hacer cumplir la orden emanada de la cúpula no ofrecen ninguna garantía de ecuanimidad. Actúan arbitrariamente y por regla general reflejan en su composición la correlación de fuerzas existentes al interior de la colectividad. Reproducen las mismas disputas entre los caudillos o facciones.

Los tribunales supremos suelen actuar como verdaderos tribunales de la inquisición y son usados con frecuencia para zanjar disputas ideológicas o de poder en su interior, como ocurrió con la Democracia Cristiana que expulsó al senador Adolfo Zaldivar y sancionó a quienes optaron por la opción del rechazo. Lo mismo ocurrió en el PPD con la expulsión totalmente injustificada y arbitraria del senador Nelson Ávila.

En la era digital las ordenes de partido son un anacronismo que rigidiza el intercambio de opiniones, ahoga la libertad y sanciona la diversidad. Se corre el riesgo de crear una partitocracia que concentre un enorme poder sobre los representantes de la ciudadanía.

Los problemas de gobernabilidad tienen muy poco o nada que ver con la disciplina partidaria.

En un sistema presidencial como el nuestro cuando el presidente no tiene mayoría en el congreso se ve obligado a negociar con la oposición, hacer concesiones que muchas veces desvirtúan el sentido original de sus proyectos o terminan siendo rechazados.

Naturalmente que para una gobernante resulta tremendamente frustrante no poder hacer todo lo que él o ella quisiera y verse obligado a negociar y transar, lo que además le puede traer problemas con los partidos de su coalición que no siempre quedan conformes con el resultado de la transacción. Es obvio que tener un congreso dócil y afín es el sueño de quienes están en el poder ejecutivo.

En nuestro caso el problema se ve exacerbado por la proliferación de pequeños partidos, algunos sin una ideología clara que en virtud de un sistema electoral que permite la existencia de pactos que pueden sumar sus votos logrando escaños y se transforman en el fiel de la balanza. Lo que se denomina la fragmentación del congreso con 21 partidos representados.

El umbral del 5% para ingresar al parlamento resolvería el problema eliminando a los chicos y promoviendo la conformación de partidos grandes, basada en la lógica del sistema binominal, aunque no necesariamente con dos bloques. Siempre y cuando se prohíban los pactos.

Pero los expertos van mucho más lejos. Pretenden que la constitución promueva gobiernos de mayoría donde el conglomerado del presidente tenga mejor opción de controlar el poder legislativo.

Para lograrlo proponen modificar la fecha de la elección parlamentaria que hoy coincide con la primera vuelta presidencial y hacerla después de la segunda vuelta. De modo que la ciudadanía elija sus parlamentarios sabiendo quien será el Presidente o Presidenta de la República, lo que aumentaría la probabilidad de que voten por candidatos partidarios del presidente.

La pregunta que debemos plantearnos es si es mejor para la democracia que un mismo partido o coalición de partidos controle tanto la presidencia de la republica como el congreso. En esto no hay una respuesta universal.

Para algunos, cuando un partido tiene el control del ejecutivo y del legislativo hay más eficiencia y estabilidad, puede implementar su agenda política de manera más efectiva y lograr mayor gobernabilidad. Se facilita la aprobación de leyes y políticas de manera más efectiva.

Por otro lado, se produce una concentración excesiva de poder en un solo grupo o partido que está en condiciones de imponer su agenda sin contrapesos de ningún tipo, disminuye la posibilidad de una fiscalización eficaz de los actos del poder ejecutivo que ayuda a prevenir abusos de poder y garantizar la rendición de cuentas.

En los países con sistemas presidenciales es muy frecuente que exista un gobierno dividido en el que una o ambas cámaras están bajo el control de la oposición.  En Chile la renovación parcial del senado busca precisamente preservar el equilibrio.

En nuestra historia reciente, con la excepción del período de Frei Montalba hemos tenido presidentes sin mayoría propia en el congreso. En algunos casos como el de Jorge Alessandri la consiguió invitando al gobierno a partidos más de centro como el Radical. Allende tuvo el congreso en contra al igual que la Concertación incluso después del fin de los senadores designados.

En todo caso la experiencia no ha sido negativa. Una enorme cantidad de las iniciativas de los gobiernos de minoría, se aprueban en el congreso, aunque con modificaciones. Las aplanadoras son malas y la diversidad y pluralidad de opiniones fortalecen la democracia, aunque el proceso sea más lento.

¿Es legítimo preguntarse si estaríamos mejor si el gobierno del presidente Boric tuviese el control total del poder legislativo y hubiese podido implementar todo su programa sin ninguna restricción?

Sin embargo, es posible que, si el parlamento se hubiese elegido después de la segunda vuelta, como ahora se propone, ese 55.6% de los votos que sacó Boric se hubiese traducido en una mayoría parlamentaria para el gobierno.

Para mí no es   necesariamente algo bueno ni deseable que los gobiernos tengan la mayoría en ambas cámaras del congreso, como creen los expertos, al punto que deba ser promovido en la constitución cambiando la fecha de la elección.

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