En diciembre de 2011 todos los que no conocíamos de cerca la política estudiantil, dábamos por cierto que Camila Vallejo iba a ser reelegida presidenta de la FECH. Era la estrella más rutilante de la política chilena, la que le había dado un nuevo y magnético rostro al movimiento de protesta que desfilaba por las calles de Santiago, poniendo en jaque las incoherencias del Piñera de entonces. Pero para sorpresa de todos, un dirigente de la escuela de derecho, despeinado, provinciano y barbudo, le ganó en las elecciones internas.
Se llamaba Gabriel Boric. Esta era la primera sorpresa de las tantas que ha dado. Pero pareciera esta vez no haberse perdonado su victoria. Camila Vallejo, la derrotada, ha sido, desde que gobierna, la ministra mejor protegida, la menos expuesta a sus cambios de ánimos y discursos, la más perdonada de sus propios apuros y contradicciones.
Viajando a China en la comitiva presidencial, posando en la revista Velvet, relajada, asentada en su siempre vertiginosa belleza, relajada, encargada de las vocerías menos difíciles, mientras el ministro Cordero se encarga de las complicadas, la ministra Vallejo vive en un perfecto y perpetuo esplendor. El gobierno no logra conseguir un programa, pillado por sorpresa por las malas cifras económicas, el endémico descontrol de las bandas delictivas, y las metidas de patas nacionales e internacionales, muchas de ellas protagonizadas por compañeros de partido de Camila.
Nada parece inmutar a esta mujer que ha venido a La Moneda a conseguir ser la mujer soñada y feliz, la ministra que nada ni nadie altera, única sobreviviente de la banda original de dirigentes del 2011.
La situación no puede contrastar más con la de la otra figura más visible y capaz del Palacio. Porque la calma y el glamour de Camila está en las antípodas del perpetuo estado de alerta, la ironía a la defensiva, la impaciencia también perpetua de la ministra Tohá. Dueña de todo el poder, pero ya no de todo el placer con que solía encarar los problemas insolubles de seguridad pública. Adulta en un gobierno de niños, ha conseguido la impaciencia de todo apoderado: el de sentir que “alguien” lave los platos y llene la despensa les resulta a los niños de lógica automática, como si nadie lo hiciera por ellos. Y el arroz y la harina que de pronto “se acaban” y los tallarines que el menor decidió que no comería más, y claro las cuentas que no se pagan solas.
Carolina Tohá todo parece aguantarlo, todo prepararlo, todo sobrevivirlo, cuando es parte de un equipo, cuando es comprendida y apoyada por sus empleadores. Es lo que parece no suceder del todo ahora. La ministra, que ha pasado la mitad de su tiempo arreglando los actos suicidas del Presidente, no consigue ver gestos de parte del mandatario y sus amigos de asado. Carolina Tohá tiene su propio equipo que funciona de manera aceitada y bastante eficiente, pero no puede uno dejar de tener la impresión que éste forma una especie de gobierno paralelo de funcionarios en corbatas a los que no invitan a las cenas de desagravios, cumpleaños y mucho menos a los after en el barrio Yungay.
Castigada por hacerle ver demasiadas veces la realidad de las cosas, la ministra Tohá pasa cada vez más tiempo repasándole las lecciones a los parlamentarios, intentando que los de su sector se entiendan, buscando acuerdos imposibles, bailando con la fea o en este caso, los feos. Mientras tanto su compañera de gabinete comunista remoja sus finos labios en las burbujas de la champaña que le ofrecen las revistas de papel couché.
Como una cenicienta que ya no espera hada madrina, Carolina Tohá se queda en el Palacio mientras entran y salen todos los demás. El contraste de su destino no es solo, por cierto, un tema frívolo de imágenes, quizás más subjetivas que objetivas. En lo profundo se juega la continuidad, improbable, de este gobierno. ¿Quién encarna el legado que esta administración quiere trasmitir? ¿Cuál es la imagen que quiere proyectar? La ministra guapa, inteligente, impecable, pero que frecuentemente dice cosas que son y no son, o la otra ministra, también bella, pero angulosa, dura, responsable, que cumple casi siempre con lo que promete, aunque cometa el pecado de no prometer demasiado.
¿Quién será la candidata del oficialismo? ¿Vallejo o Tohá? Ninguna de las dos parece tener posibilidades hoy, pero el probable desastre de la nueva Constitución y la guerra civil en la derecha que la seguirá abren posibilidades aun imposibles de ver.
El desastre de la nueva izquierda que siguió el de la nueva derecha y la de siempre, deja en claro que solo la centro izquierda puede gobernar este país ingobernable. Pero esto no quita que sigue siendo poco atractiva electoralmente. Lagos casi perdió frente a Lavín. Carolina Tohá, que es la única candidata lógica de la centro izquierda, necesita para que la gente vote por ella de todo el apoyo, el trabajo, de lo que quede del gobierno y su coalición. Pero éste, empezando por el Presidente, parecen apostar por la figura más rutilante y vistosa de Camila Vallejo sin reparar que su militancia comunista la hace, para gran parte de la población, inelegible.
Es el proyecto de los amigos de las marchas, la nueva izquierda que venía a reemplazar los fantasmas de los 30 años, los que no se resignan a morir ante las duchas frías que Carolina Tohá y su gente les infringe. Camila Vallejo es así la idea de un sueño improbable pero redentor, la ilusión que nada ha cambiado, que efectivamente “seguimos”, aunque en todo sentido este gobierno no sea en nada la continuidad del que ganó hace un año.
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