Cuando tenía ocho años tuve que meter los dedos a la olla de aceite hirviendo. ¿La razón? Adentro había papas fritas perfectamente listas que arriesgaban quemarse. Era un rescate y sin duda las consecuencias fueron algo duras, pero no se requiere justificar la hazaña: una papa frita en su punto es algo sublime. Es como ver a Mónica Bellucci ahogarse en los rápidos de un río y no lanzarse a rescatarla.
La papa frita es el mejor acompañamiento y no hay más. Imagínese qué hubiese sido del filete con salsa bearnesa sin papas fritas; ¿qué habría pasado con el Frente Amplio sin chorrillana?; ¿cómo hubiese sobrevivido el pollo al velador?; ¿qué hamburguesa ni que ocho cuartos de libra sin fritas?; ¿qué hubiese sido del ketchup? La respuesta es simple: sin fritas no hay paraíso.
El cultivo de la papa se lo debemos a los peruanos y también a los chilenos de la isla de Chiloé. Pero la papa frita es mérito de alemanes (sin quererlo), de franceses y, tal vez, de los belgas. Desgraciadamente, no de los chilotes.
Los agricultores altiplánicos la domesticaron hace unos ocho mil años en las cercanías del lago Titicaca transformando a la papa en pilar del imperio inca del siglo XV y, sin saberlo, de la alimentación mundial. Acompañados de la ventaja estratégica del chuño, la papa seca, lograron gobernar desde Colombia hasta el río Maule.
El camino hacia la fritura fue largo. En 1560 Pedro Ciesa de León llevó la papa inca hasta el puerto de Sevilla pero, como las papas no aparecían mencionadas en la Biblia, se les creía diabólicas y no se consumieron hasta mucho después. A los europeos les gustaron las flores de la papa más que el tubérculo.
En 1756 cuando comenzaba la Guerra de los Siete Años, el Kaiser Federico el Grande de Alemania y Prusia se empeñó en que se cultivara la papa para no depender solamente del trigo para alimentar a sus tropas y a su pueblo. El Kaiser, que a diferencia de los reyes incas era desobedecido por sus súbditos y no conseguía que cultivaran las papas, mandó a un grupo de “sicólogos” armados con fusiles a un pueblo que se negaba a comerlas.
Los aldeanos se convencieron a tal punto que transformaron a la papa en una fuente fundamental de alimentación prusiana y, sin quererlo, también de la francesa. En esos mismo días cayó preso el agrónomo y naturalista francés Antoine Parmentier. Parmentier pasó siete años en una cárcel de Prusia y sobrevivió a punta de papas al desayuno, almuerzo y comida.
Al volver a su país sin haberse hartado de las patatas, el naturalista logró convencer a los franceses de comerlas. Trabajó para que se derogaran las leyes que prohibían su cultivo y convenció hasta a Luis XVI de sus beneficios, impulso definitivo que desencadenó, a manos de chef franceses, todo tipo de recetas como el puré y, desde luego, la más importante: las papas fritas.
Los belgas no están de acuerdo con nada de lo que he contado. Ellos reclaman para sí la autoría de la papa frita. Parece que les pasa a menudo eso de andar llevándole la contra a los franceses. Son como nuestra Bolivia. Ellos sostienen que en 1680 unos pescadores del pueblo de Namur se quedaron sin cocinar su amado pescado frito porque se congeló el río y, como no tenían nada que comer, se les ocurrió freír papas. Yo no pondría las manos en el aceite hirviendo por esto, pero que el cuento es bueno, es bueno, y sobretodo es un cuento con un final feliz.
Las papas también son endémicas de Chiloé donde hay más de cuatrocientas variedades. Pero no sólo no hubo imperio ni nada que se le parezca, sino que además perdimos la oportunidad de ser los primeros en freírlas.
Con la papa entre las manos, los habitantes de la isla podrían haber colonizado hasta Buenos Aires y el Palacio de la Papa Frita habría sido chilote. Por desgracia, los chilotes cocinan la papa como si fueran a comerla imbunches sin lengua. El chapalele, bolo alimenticio hecho de papa hervida y harina que más encima se lo echan al curanto, y el milcao, grudo que se hace mezclando papas crudas y cocidas y que lamentablemente se hierven en agua, constituyen de los errores estratégicos más grandes de nuestro país. Imagínese que si los chilotes las hubiesen pelado y tirado a la grasa hirviendo de algún chancho ¡la papa frita sería chilota!
A pesar del sinsabor que deja el haber perdido la oportunidad histórica que las papas fritas fueran creación criolla, es una gloria comerlas porque sin fritas no hay paraíso. Algo es algo.
Para este domingo dos recetas. Las papas fritas con un método que es trabajoso pero muy recompensante y un puré muy fácil, liviano y singular.
Esta receta es para las papas del supermercado, en general corahilas, pero si se topa con papas yaganas que son más amarillas no dude en comprarlas. Lo mismo sobre los diferentes aceites apropiados para freír: el mejor es el de maní pero es caro y escaso así es que el aceite de maravilla está más que bien. Sobre cómo cortarlas, lo ideal es tener una mandolina pero el cuchillo igual funciona; en cualquier caso, procure que sean flacas, entre 0,5 y 1 cm. por lado.
Al freírlas dos veces se consigue un exterior crujiente, y al congelarlas se obtiene un interior esponjoso. Lo mejor de esta receta es que permite trabajar con anticipación a la fritanga final. Que la receta da trabajo no hay duda, pero también mucha satisfacción.
Corte las papas y consérvelas en agua para que no se pongan negras.
Ponga en una olla las papas con el vinagre y dos litros de agua. Cocine a fuego fuerte hasta que hierva el agua. Cocine por 10 minutos aproximadamente. Las papas deben quedar tiernas pero sin que se desarmen. Cuélelas y póngales sobre toallas de papel para que se sequen completamente.
Mientras se secan las papas ponga dos litros de aceite en una olla grande y caliéntelo a fuego fuerte hasta que llegue a los 200 grados. Si no tiene termómetro puede probar tirando una papa al aceite; ésta debe empezar a freírse de inmediato.
¡A disfrutar!
Es mala estrategia cocer papas peladas porque el sabor se queda en el agua de la cocción. Para hacer un buen puré es muy recomendable cocer las papas con cáscara y pelarlas cuando estén calientes, eso sí, además de ser más difícil que pelar papas crudas, uno se quema los dedos y es más lento. Esta receta es con las papas peladas ya que la leche en que se cuecen las papas se aprovecha para formar el puré. No le tema a la cantidad de ajo porque su sabor al cocinarse en leche no es agresivo, sino que suave y dulce.
Corte las papas en cuatro y póngalas en una olla junto al ajo, la leche, el agua y las hojas de laurel. A fuego fuerte cocine hasta que hierva el líquido y a continuación ponga el fuego bajo. Siga cocinando unos 15 minutos o hasta que las papas estén blandas. Cuele las papas pero reserve al menos 200 ml. del líquido. Bote las hojas de laurel. Pase las papas y el ajo por un moledor de papa. En un bolo agregue la leche a las papas hasta obtener la consistencia deseada, agregue el aceite de oliva y sal y pimienta a gusto.
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