Tuve la suerte de crecer en una casa en que siempre se comía en la mesa del comedor y donde era habitual recibir visitas. Cuando empezaron a venir mis amigos a la casa ya no a jugar sino a almorzar, se hizo patente lo inusual de la costumbre de mi mamá de decirle “sírvase bien” a los invitados justo en el momento en que equilibraban su porción de comida entre la fuente y el plato. Obviamente, los que iban por primera vez a la casa quedaban al menos incómodos con la instrucción de la señora.
En realidad ella quería decir “sírvase harto” pero supongo que por algún modal añejo o porque eran los años ochenta y las cosas eran más formales se despachaba la frase que contradecía de frentón su enorme hospitalidad. Afortunadamente, aprendí rápido a explicar el significado del par de palabras punzantes y, tras una buena risotada de la dueña de casa, mis amigos quedaban aliviados y listos para comer y conversar.
Hace unos cinco mil años que un carpintero desconocido cerca del Nilo inventó el objeto inmejorable que unió la conversación y la comida para siempre: la mesa. Con su creación dio un impulso tan colosal a la civilización del ser humano como la rueda al transporte. Tan perfecta es la invención que la palabra “mesa” no tiene sinónimo que le haga justicia porque un tablero deja de serlo sobre un par de caballetes y una gran piedra ya no es tal si permite ponerle sillas alrededor y platos encima.
La mesa recibe a la choca y al filete, al gordo, al flaco y a un largo etcétera de antónimos, a adversarios y hasta a enemigos, porque sólo estos pueden crear la paz y nunca la logran si no es alrededor de una mesa. Pero las formas ayudan y las redondas, como la del rey Arturo, hace que la conversación sea entre iguales sin que el lugar en que se está sentado otorgue importancia.
Existen las que facilitan las cosas y otras que siempre dejan a alguien con una pata entre las piernas o que, eternas de largas y flacas, tipo té Club, fragmentan en muchos grupos a la concurrencia. Desde febrero pasado yo tengo mi favorita, la mesa cuadrada para ocho personas que me tocó comiendo con mujeres más estupendas que la comida misma.
Parecida a la redonda por la falta de cabecera, del tamaño justo y de madera, fue fácil pasarse la sal y conversar, tanto que cuando la cháchara se dividió en dos y tres grupos, fue papa retomar el tema general y el interés por los cerebros de enfrente.
La mesa es el lugar donde la familia vive sin ambiguedades la vida en comunidad con mochas, celebraciones, recuerdos adultos y dramas infantiles. Ahí afloran historias de atragantamientos con espinas de pescado o cuando a los torpes catorce le dimos vuelta encima la copa de tinto al tío curaguilla.
Comiendo sentado se recuerda a las abuelas que con sus nudillos afilados recorrían nuestras espaldas para que nos sentáramos derechos, sorpresivos pellizcones de potos, patadas cómplices tapadas por manteles floreados y dedos machucados cuando fallaba la puntería mientras martillábamos patas de jaiba sobre la madera gruesa y firme.
En la mesa los padres domamos a los hijos enseñándoles a respetar su turno, a levantar el codo, a cerrar la boca mientras mastican y a abrirla para hablar de lo que se come, de lo que se comió y se comerá, de política, de religión y hasta de plata pero con respeto. En la mesa no hay temas prohibidos sino agradables o molestos hasta la indigestión.
En la mesa se pueden poner flores y adornos o acogernos sólo con la olla de choritos que hay al centro. Eso sí, pocas mesas superan en alegría y gozo a la del cumpleaños infantil.
Le hablo de una costumbre que se pierde más rápido que comer juntos en la mesa: el cumpleaños cocinado y celebrado en la casa con una mesa repleta de tapaditos de ave rebozantes de palta o pimentón, merengues en forma de pirinola, muchos pie de limón enanos, calzones rotos, torta de milhojas y hasta naranjas con jalea que son bien malas pero preciosas.
Súmele a un niño contento y a los familiares adultos que aunque citados a las 11 am de un domingo se retiran felices y cufifos de tanta champaña que tomaron y lo dejan a usted listo para dormir la siesta invernal pasada la hora de almuerzo.
Comer se transforma en rito gracias a la mesa y vale la pena incluso contemplando al adolescente silencioso o la maña terca del niño agotado. Al final del día, de todos los días, llega el minuto en que se termina el trabajo aunque sea por un rato, no se cuelga más ropa y hasta las pantallas quedan en reposo. Nada reemplaza el alivio del grito que lo detiene todo: ¡A la mesa! Algo es algo.
En el espíritu de la mesa de cumpleaños esta receta será gozada por adultos y niños. Muy lejos de la versión envasada es cremosa y con un profundo sabor a queso.
Ingredientes:
4 cucharadas de mantequilla sin sal, divididas
¾ taza de panko (pan rallado)
¼ de taza de queso parmesano rallado
2 cucharaditas de tomillo, ojalá fresco
250 grs de penne, u otra pasta corta
2 ½ tazas de leche entera
½ cebolla pequeña, rallada
1 diente de ajo, finamente rallado
2 cucharadas de harina sin polvos de hornear
250 grs de queso gruyere, rallado (aproximadamente 2 tazas)
125 grs. de queso cheddar rallado (aproximadamente 1 taza)
½ cucharadita de mostaza inglesa en polvo (como la Colman)
Una pizca de pimienta de cayena
Sal
Preparación de la receta:
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Algo es algo: comiendo en el mar (2). Por Juan Diego Santa Cruz (@jdsantacruz).https://t.co/7cBcma7olE
— Ex-Ante (@exantecl) May 26, 2023
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