En noviembre de 2019, cuando la ofensiva de violencia y destrucción ya había desfigurado a Chile de un modo inimaginable un par de meses antes, Sebastián Piñera, presidente de la República, y Jaime Quintana, presidente del Senado, dieron un paso que es poco probable que la historia juzgue con benevolencia.
Coincidieron en una idea temeraria: para frenar la barbarie, había que iniciar un proceso para reemplazar la Constitución. Tanto Piñera como Quintana tenían sus propias motivaciones para actuar así, pero lo concreto es que, en el peor momento, cuando fuerzas muy oscuras intentaban empujar al país al caos, compartieron la responsabilidad de poner en discusión las bases de nuestra convivencia. Ni más ni menos. Así, se firmó el acuerdo del 15 de noviembre que dio la partida al llamado proceso constituyente.
La convergencia entre el gobierno de centroderecha y el Congreso controlado por la centroizquierda, fue interpretada como la llegada de un tiempo de concordia. En la campaña del plebiscito de entrada, la opción Apruebo fue ancha y acogedora, con una ilimitada capacidad para cobijar las más diversas expectativas. Los alcaldes Joaquín Lavín y Daniel Jadue empujaron el mismo carro.
En tal ambiente, la opción Apruebo consiguió el 78,27% de los votos. Luego, vino la campaña para elegir convencionales, en la cual muchos candidatos prometieron derechos sociales garantizados en la nueva Constitución. Para la ocasión, los parlamentarios crearon un sistema electoral con facilidades para las listas de independientes, escaños de raza y forzosa paridad de género en los cargos elegidos.
La Convención nunca estuvo siquiera cerca de encarnar un proyecto nacional que permitiera establecer acuerdos orientados a renovar el pacto constitucional. Desde la partida, fue controlada por una asociación de colectivos identitarios liderada por la corriente octubrista que se hizo conocida como Lista del Pueblo, que luego se dividió operativamente en tres grupos.
En alianza con el PC y los convencionales indígenas, esa corriente marcó la línea refundacional de la Convención. A dicho bloque, se sumaron el Frente Amplio y el Partido Socialista, lo que ha permitido aprobar hasta ahora más de 400 artículos del texto definitivo. Los representantes de la centroderecha han tratado de resistir la aplanadora lo mejor posible, casi en actitud testimonial, en tanto que los de centroizquierda, salvo excepciones como Felipe Harboe o Fuad Chaín, se han limitado a servir de coro a la corriente refundacional.
El proyecto de Constitución está saturado del deseo de rearmar Chile a partir de visiones premodernas o francamente arcaicas, que son las que hoy tienden a identificar a las fuerzas de izquierda en el mundo. Es la apuesta por los particularismos y la diferenciación, y consiguientemente el abandono del universalismo que la izquierda defendió en otra época, y que se sintetizaba en la cultura de los DD.HH. y la igualdad ante la ley.
De este modo, ya no importa el principio de ciudadanía, sino la pertenencia a una identidad dada por la raza, el sexo, el credo ecologista, etc., lo que otorga privilegios especiales. El indigenismo, en rigor una nueva forma de racismo, ha impuesto su sello al proyecto de Constitución. Allí, se propone fragmentar el territorio nacional en múltiples entidades autónomas, que cumplirían el requisito de ser racialmente homogéneas. Apartheid en Chile.
Estamos ante un texto que, de llevarse a la práctica, hundiría al país en el desorden y la ruina. Basta reparar en el artículo 21, que concedió “derecho a las tierras, territorios y recursos” a los “pueblos y naciones indígenas”. El principio invocado es la restitución de las tierras que habrían pertenecido a los pueblos aborígenes hasta la llegada de los conquistadores. Eso implica, por supuesto, desplazar a los actuales propietarios.
Queda abierto el camino de las expropiaciones, y naturalmente de las ocupaciones ilegales para forzar la expropiación. Gabriel Boric calificó el acuerdo como “buena noticia para el país”, pero en realidad supone inaugurar una etapa de conflictos ciegos y enfrentamientos, y es deplorable que él no se dé cuenta.
Ha crecido fuertemente la oposición al proyecto de la Convención. Se podría afirmar incluso que cada persona podrá elegir su propia razón para rechazarlo en el plebiscito del 4 de septiembre, puesto que son innumerables los contenidos que violentan a la mayoría. En el centro del debate está ahora lo que podría ocurrir si triunfa la opción Rechazo.
En tal contexto, el senador Jaime Quintana declaró el 6 de mayo a La Tercera: “Si gana el Rechazo, el mejor mecanismo sería convocar a una nueva convención constitucional”. Es insólito. El razonamiento parece ser más o menos este: ya que fracasó el experimento, probemos de nuevo, hasta que resulte.
Se entiende que Quintana, uno de los padres de la criatura, busque mejorar su propio papel en toda esta historia, pero un mínimo sentido de la autocrítica le aconsejaría no proponer nada que agrave el desastre. El país ya funcionó como laboratorio, y los resultados están a la vista: confusión política, incertidumbre institucional, despilfarro de recursos, oscurecimiento del horizonte económico, etc. Elegir una nueva Convención sería una muestra de completa insensatez.
Si gana el Rechazo, concluirá esta desgraciada experiencia. Y lo que corresponde es que el país siga funcionando dentro del marco legal vigente. El gobierno y el Congreso deberán encauzar el debate constitucional, y no vacilar ni por un instante respecto de su deber de asegurar la estabilidad y la gobernabilidad. No hay espacio para nuevas aventuras. Entre todos, debemos proteger la paz, la libertad y el Derecho.
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