Jorge Edwards quería morir en Madrid. Que lo haya logrado el viernes recién pasado, a los 91 años, es de una gran tristeza para sus amigos y admiradores. Mantuvo su fecunda actividad literaria hasta muy cerca del final, y ahora, con su deceso, la observamos en toda su notable extensión, desde la publicación de El Patio hace nada menos que 71 años.
Edwards fue un gran novelista, y más aún, un gran cronista que incorporó la crónica a la ficción. Aunque sea un lugar común decirlo, un gran hito fue su Persona non grata de 1973. No solo por lo obvio, que confirmara, con increíble valentía -siendo que él era un escritor de izquierda- todo lo que sospechábamos sobre el servilismo que la revolución castrista le exigía a los escritores, sino porque le abrió a Edwards una veta que lo iba a beneficiar mucho como novelista.
Con Persona non grata, Edwards descubrió, o confirmó, que lo suyo no era tanto inventar argumentos ficticios propios, si no aprovechar la tendencia posmoderna de crear obras híbridas en que la ficción está entremezclada con historia y biografía.
Es lo que hace por ejemplo en una novela como El sueño de la historia (2000), en que describe los intentos de Joaquín Toesca, fino arquitecto italiano, de adaptarse a fines del siglo 18 al bárbaro entorno que le toca vivir en Chile mientras construye la catedral y La Moneda.
Un Chile en que jóvenes originarios se acaparan hasta de las corridas de toros: “cuando el toro ya estaba malherido, los mocetones de pieles cobrizas daban un salto, se sentaban a horcajadas en el lomo sanguinolento y lo agarraban por los cuernos.” Estas descripciones Edwards las contrasta con las de un narrador de izquierda que en 1982, se instala en la Plaza de Armas tras años en el exilio. Allí observa que hasta “las copas de los árboles parecen agobiadas por la mugre”. Poco ha mejorado en 200 años.
Con esta fórmula que combina historia con actualidad, biografía con ficción, le fue muy bien a Edwards. Es la de otras grandes obras como El inútil de la familia de 2004, sobre Joaquín Edwards Bello, La casa de Dostoievsky de 2008, sobre un Poeta basado en Enrique Lihn, y La muerte de Montaigne de 2011. Explota Edwards con maestría lo que se ha dado en llamar “bio ficción”, donde el novelista tiene la libertad de incluir solo lo que es interesante, a diferencia del laborioso biógrafo, obligado a incluir todo.
Mucho se ha hablado de la impactante tranquilidad de Edwards.
Era tranquilo para todo. Hasta jugaba tenis con tranquilidad. No había pelotazo que lo importunara: lo devolvía sin inmutarse. Más importante, hablaba y escribía con tranquilidad. Sus palabras tenían la naturalidad de la respiración, de un hombre que no busca el gran impacto, pero que lo logra justo por eso.
Y a esa tranquilidad la acompañaba la moderación. Fue de izquierda. Pero reaccionaba instintivamente contra las pasiones ideológicas. Como su gran amigo Mario Vargas Llosa, reaccionó contra las mentiras, las fake news diríamos ahora, que emanaban de la revolución cubana, y de allí se fue volcando hacia el centro. No a la derecha. Al centro, con la moderación que uno esperaría de un hombre tan tranquilo.
En eso él se compara, sin falsa modestia, con ese gran ensayista que fue Montaigne (1533-1592). Escribiendo desde el altillo de una casa en Zapallar, el narrador de Edwards siente una enorme afinidad con Montaigne, por su rechazo al maniqueísmo político, su escepticismo, su tolerancia y razonabilidad durante las terribles guerras religiosas, su independencia frente al poder, su capacidad, propia del ensayista, de escribir a tientas, ensayando sin prejuicios.
También por su resistencia a las abstracciones. Recuerdo una vez haber presentado una novela de Edwards en que con la deformación de quien escribe sobre literatura en vez de crearla, me permití conceptualizaciones abstractas a lo que Edwards se resistió, recordándome que su novela era de personajes de carne y hueso enfrentados a peripecias concretas.
Hay un último tema en que Edwards se compara a Montaigne: la vejez. Al escribir la novela Edwards tenía unos 78 o 79 años y el Montaigne que describe, entre 55 y 59. “Soy casi veinte años mayor que Michel de Montaigne en las vísperas de su desaparición y ya es tiempo que empiece a pensar en los finales míos”, escribe.
Edwards entonces simpatiza con los achaques que sufre el avejentado Montaigne, y también con algún arrebato erótico. Lo visita Marie de Gournay, una admiradora de 22 años cuando Montaigne ya tiene 55. En su típico estilo conjetural, el narrador cuenta que Montaigne frente a la joven “se sentiría probablemente avergonzado de su propia excitación. A lo mejor, a pesar de los años, notaba en su bajo vientre una erección fuerte, y una vez más se hacía preguntas acerca de ese órgano tan ajeno a la voluntad personal, que a veces, sin que uno lo quisiera, dormía, y que otras, en el momento menos pensado, despertaba y levantaba la tela del pantalón en forma curiosamente indiscreta.”
Desde el altillo en que escribe sobre Montaigne en Zapallar dice el narrador que podría divisar el cementerio, si no fuera por un saliente rocoso. Piensa que le gustaría ser enterrado allí, pero los sitios los asigna el cura y él no frecuenta la iglesia. Es que Edwards, si bien es parte de la misma alta burguesía que satiriza, es también un escritor y por eso mismo dice sentir que en Zapallar es “un lobo estepario”.
Edwards en realidad era resistido por la derecha y la izquierda, pero era tan querible, tan genuino, tan exento de falsedades y de mala fe, que muchos lo perdonaban. Y somos muchos los que lo vamos a extrañar mucho. En cuanto a ese cementerio de Zapallar, donde yace José Donoso con preciosa vista al mar, a Edwards le ganó el saliente rocoso. No le quedó más remedio que morir en Madrid.
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