En Chile, un presidente recién electo tiene un impacto directo en casi 1.900 empleos públicos. A los más de 700 cargos de “exclusiva confianza” se suman otros más de mil funcionarios de confianza, donde la Alta Dirección Pública participa en su proceso de selección. Todo esto es sin considerar los nuevos funcionarios que cada administración puede sumar como asesores, a partir de los espacios que le entrega la Ley de Presupuestos o de la astucia de sus autoridades.
Todos los presidentes, sin importar el color político han despedido a más del 40% de los jefes de servicio del primer nivel jerárquico en sus primeros 8 meses en el cargo, y en este gobierno se dio el número más alto de los últimos 4 gobiernos, más del 52%.
El botín que representa llegar al Estado en general, y al gobierno en particular, ha impedido que se aprueben reformas de fondo a las reglas de empleo público, aun cuando existe consenso sobre las principales falencias (CEP, Chile 21, Espacio Público, Libertad y Desarrollo, 2018). Que se cuenten en miles los cargos a llenar luego de un triunfo político permite fidelizar a las bases de los partidos oficialistas, lo que se traduce en una maquinaria de campaña potente para el futuro, que ayudará a asegurar el triunfo de un nuevo presidente oficialista. O al menos eso se ha creído por años.
Y es que la evidencia sugiere algo distinto. En la práctica son las oposiciones las que ganan elecciones, y normalmente el oficialismo, con toda su maquinaria electoral y con el apoyo de los miles de funcionarios nuevos que contratan, no está siendo capaz de convencer a la ciudadanía de que los vuelvan a votar. Un informe de Idea Internacional señala que entre 2018 y 2022, el 76% de las elecciones nacionales en el continente resultaron en la derrota del partido en el poder, y en una victoria de la oposición.
En el mismo sentido, un análisis de los resultados electorales desde 2010 en 15 países del continente mostró que en todos había al menos un caso de elección de un presidente de oposición, y que en 9 de ellos habían existido dos alternancias consecutivas (Amoroso y López, 2023). Ser gobierno ya no es tan buen negocio como solía serlo.
Mientras tanto, un mal sistema de empleo público está dificultando enormemente la gestión gubernamental, sin importar quién está detrás del timón. Las altas presiones para sumar y sumar gente en instituciones estatales, regionales y comunales; las dificultades para remover funcionarios con desempeño deficiente; la altísima rotación en cargos directivos y la dificultad para fomentar una carrera funcionaria en cargos iniciales son elementos que están complejizando la gestión del Estado. Si a esto sumamos la altísima fragmentación política, que debilita la gobernabilidad en el Congreso, el cóctel es explosivo. No es de extrañar entonces que todos los gobiernos pierdan su aprobación a pocos meses de llegar al gobierno, ni que sea siempre la oposición la que gana las elecciones.
En la encuesta Cadem de este 3 de marzo la aprobación del Presidente cayó a 29 puntos, el nivel más bajo desde septiembre de 2023. En la publicación del 18 de febrero de la misma encuestadora la alcaldesa Evelyn Matthei se consolidaba como la figura política con mayor evaluación positiva (74%) así como la que más se menciona de forma espontánea como próximo presidente del país (22%, por sobre los 19% de José Antonio Kast y los 6% de la ex presidenta Michelle Bachelet). Para el gobierno es la crónica de una muerte anunciada. Para las oposiciones el panorama es halagüeño hoy, pero a nadie debiera extrañar si la próxima administración enfrenta dificultades similares a las de la última década para gobernar.
Si el control sobre las designaciones no está garantizando reelecciones y si cada nueva administración debe lidiar con un alto número de operadores políticos de la administración pasada que dificultan su gestión, ¿no será momento de que se promuevan cambios en materia de empleo público de forma transversal? Y si estas razones utilitarias no convencen, quizás el hecho de que la ciudadanía está recibiendo servicios de mala calidad podría hacer el truco, y que así de una vez por todas, se genere ese esquivo consenso político necesario para modernizar nuestro Estado. La gente necesita respuestas, de lo contrario la democracia es la que corre peligro.
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