El señor Zuckerberg, que cumplió 40 años esta semana, se salvó siendo un adolescente del puñete en la guata que merecía porque las nuevas normas sociales de los años noventas lo zafaron del acoso del mariscal de campo y sus cheerleaders. Ahí, en medio de los casilleros del pasillo central de su highschool, nunca llegó el golpe a la boca del estómago que hubiese mandado al creador de Facebook al subterráneo de su mente a crear algoritmos para curar el cáncer o llegar a Marte.
Hoy sufrimos las consecuencias de un nerd que en vez de dedicarse a salvar a la humanidad de las peores calamidades, le dedicó su tiempo a lo único que era pésimo: hacer amigos. Como buen perno no intentó relacionarse con otros seres humanos comiendo o bebiendo, sino programando su computadora para lograrlo. Este tipo de sujeto que hasta entonces vestían buzo deportivo sin haber hecho nunca un abdominal, hacían crecer su poto en subterráneos caseros capaces de albergar sus supercomputadores con los que creaban maravillas de la ingeniería y la ciencia. Pero llegó el día en que cual zombies los computines salieron a la superficie y crearon el sueño nerd de la amistad: La red social.
El daño que le han hecho a los niños es enorme pero al menos nos han liberado a los padres de tener que hacerlo nosotros mismos. Lo que es imperdonable es que no contentos con haber distorsionado la amistad, día tras día se meten con lo que es al mismo tiempo lo más pedestre y lo más sagrado: el plato de comida.
El sinamigos de Zuckerberg, que siempre soñó con dominar al mundo, tiene atrapado a millones de occidentales con su constante flujo de imágenes fijas o en movimiento que hacen que los débiles pasen su mirada de plato en plato como Tarzán iba de liana en liana. De la misma manera que los nerd ven a la amistad, como un torrente de estímulos difíciles de procesar y que les satisfacen solo mientras sean superficiales y pasajeros, tienen al mundo pendiente de gente desconocida que saborea por milisegundos infinitas preparaciones principalmente de papas y huevos.
He sabido de inmejorable fuente que la gente ansiosa y golosa desliza sin parar el dedo sobre la pantalla como si fuera un tragamoneda de la felicidad. En sus teléfonos aparecen un sinfín de videos de gente cocinando a la perfección muchos platos muy rápidos y siempre apetitosos. Los cuchillos de redes sociales cortan las papas uniformemente en parches traslúcidos como el alabastro, listos para zambullirse en una crema que se dora del color preciso y que nunca pero nunca se corta. Infinitas recetas de huevos pochados con yemas de la densidad precisa que al más mínimo pinchazo del tenedor corren como lava sobre el arroz, el puré o lo que tengan debajo, copan las cuentas junto con salsas holandesas que brillan como la puesta de sol, helados hechos sin frío y otros absurdos que nos tragamos como ruedas de carreta.
En las redes abundan los platos de tallarines encachirulados como el pelo de la Zendaya que en realidad son el resultado de horas y horas de grabaciones con pastas tiesas y salsas llenas de colorantes. Pero me han contado que a los adictos a estas imágenes les importa un pepino la realidad porque salivar y soñar con lo próximo que se van a comer les resulta irresistible.
Aunque en Instagram aparece gente que dice “bistec de coliflor” (¡le dicen bistec al acompañamiento!) se comenta que se puede aprender a freír en el microondas y a ponerle agua al tocino mientras se cocina para que no se enrosque. Al parecer hay una omellete japonesa que se llama tornado y se hace con palos chinos; se pueden ver cocinas de pasteleros que parecen quirófanos y croquetas de papas hechas con harina y huevo rellenas con carne que no deben quedar tan ricas pero que los nerds saben que nos hacen agua la boca. A mi al menos se me alborotan los pensamientos de tanto tragar virtualmente cosas como tierra de almendras y nieve de mango con jamón serrano confitado.
Me consta que hay gente que se le va la concentración rápido y se pone a deslizar el dedito para ver pizzas saliendo del horno con el queso burbujeante, platos de linguini con medio kilo de trufas encima, dulces parisinos con forma y porte de pomelos que son más lindos que la fruta colgando del árbol y chefs que cortan cebolla a la velocidad del rayo. También he sabido de mesones asturianos repletos de pescados frescos y de una lengua que la cocinan en la mesa con un soplete capaz de derretir una bicicleta. Yo no he visto nada, pero al menos me lo contó un amigo del colegio. Algo es algo.
Estas papas estilo acordeón harán que sus amigos le saquen fotos al plato y además las disfruten porque son un muy buen acompañamiento.
Ingredientes:
1 papa grande por persona
1 hola de laurel por papa
Sal
Aceite de oliva
Utensilios:
2 cucharas de palo
1 cuchillo afilado
Precaliente el horno a 180º.
Ponga una papa sobre las cucharas de palo. Haga cortes paralelos en la papa procurando que el cuchillo tope en las cucharas de palo y el corte no llegue hasta el final. Así la papa quedará como un acordeón. Haga los cortes bien pegados (como en la foto). Agregue una hoja de laurel en uno de los cortes y abundante sal sobre toda la papa. En una fuente ponga tantas papas como comensales necesite dar de comer y cubra con un generoso chorro de aceite de oliva. Lleve al horno por aproximadamente 40 minutos. ¡A gozar!
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“Hay una preparación mucho más importante que la del cocinero. Es la preparación del goloso ante la posibilidad de pasar hambre o aburrimiento en compromisos no tan fáciles de evitar […]. Anticípese y vaya por la pre. Siempre antes”: @jdsantacruz.https://t.co/jOyVn8WO2T
— Ex-Ante (@exantecl) May 11, 2024
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