En el período de Eduardo Frei Ruiz Tagle se creó un sistema de auditoría interna en el gobierno cuya función era de carácter preventivo, esto es, detectar a tiempo al interior de los organismos del estado, posibles irregularidades, errores o situaciones que den pie para el desarrollo de hechos reñidos con la probidad, con el objeto de evitar que le estallen en la cara al presidente o a sus ministros.
Esto es justamente lo que le ha pasado al presidente Boric y a sus ministros al restar al Consejo de Auditoría Interna de la supervigilancia de los convenios con fundaciones tanto en los ministerios como en los gobiernos regionales. A la ausencia de la auditoría interna se agregó el hecho que la Dirección de Presupuesto otorgó facilidades para que los gobernadores pudieran hacer uso discrecional de fondos que transfieren a las fundaciones colaboradoras con el estado.
La suma de ambas medidas abrió, no un espacio sino un vasto territorio para la arbitrariedad, para favorecer a los amigos, crear redes clientelares para futuros candidatos y asaltar los fondos públicos. Es obvio que las principales responsabilidades políticas deberían buscarse allí, donde se adoptaron tales medidas de relajación de controles: el ministerio secretaría general de la presidencia, de quien depende el Consejo de auditoría y la dirección de presupuesto.
Esto, obviamente, aparte de las responsabilidades administrativas o penales que les correspondan a los autores materiales de los actos de corrupción, los que se realizan no porque se hayan debilitado los controles sino porque se han relajado los valores éticos de sus autores.
Tiene toda la razón el ministro de vivienda y urbanismo Carlos Montes al sostener que si el consejo de auditoría hubiese continuado con sus reportes de transferencias en 2022, “podría haberse sabido tempranamente” lo que estaba pasando; es decir, el ministro habría tenido los antecedentes a la mano para evitar o reaccionar a tiempo frente a los conflictos de interés o irregularidades evidentes contendidas en la generalidad de los traspasos que hoy se investigan por parte de la fiscalía y la contraloría.
Este caso de corrupción es quizás el más desalentador que se ha conocido desde el retorno a la democracia, no sólo por los montos y metodología utilizados que afecta a recursos destinados a necesidades sociales impostergables, sino también por el hecho de que se intenta desconocer su gravedad e incluso, su existencia como lo pone de manifiesto la reciente declaración de los partidos y movimientos del Frente Amplio que, reunidos en un cónclave de sus líderes, realiza una declaración pública en que omite completamente el tema que tiene a sus ministros, subsecretarios y no pocas autoridades intermedias de sus partidos complicados.
Ciertamente este asunto va a marcar los derroteros del gobierno de aquí en adelante; este ya debería comprender que no se pueden relajar los controles por muy superiores moralmente, buenos e inspirados que sean sus colaboradores. Algo tiene que cambiar en el gobierno y no es precisamente que sus funcionarios participen de cursos de administración pública.
El rol del Congreso será fundamental, ya sea para efectivamente hacer más eficiente la Ley de Presupuesto, como para disminuir la discrecionalidad y espacios de opacidad, pero los anuncios entregados dan líneas de que, al parecer, se está recogiendo el guante y elevando los estándares de competencia, transparencia e integridad.
Si más allá de las buenas palabras el día de la presentación del presupuesto, el Presidente entiende el profundo mensaje que hay en las ansias por recuperar el crecimiento y el vértigo de la movilidad social, tiene la oportunidad de dar una sorpresa, inesperada viniendo de él pero intensamente añorada.
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Chile no puede permitirse el estancamiento o el retroceso político, económico y cultural al que lleva la anomia que se instaló en el país hace cuatro o cinco años y que algunos esperan poder prolongar al infinito.
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