Adán y Eva vivían a placer en el paraíso a permanentes 24 grados, acariciando al león, paseando en jirafa por la playa de agua dulce, rodeados de pavos reales y de delicias que colgaban de los árboles listas para saciar el más mínimo asomo de apetito. Dios, el primer nutricionista, les prohibió las manzanas, pero Eva se comió la fruta prohibida y dejó la mansa escoba. Al parecer ese mismo día el parcito fue expulsado del Edén y forzado a procurarse la comida con el sudor de la frente por el resto de sus días.
Adán, iracundo tras el desaguisado, le echó en cara a su señora el numerito que se había mandado y Eva le respondió: “es que no sabí lo mal que me siento”. Desde ahí en adelante la culpa se hizo hereditaria y, aunque no ha sido fuente de felicidad, sigue viva como el día en que la pareja arrancó del idílico jardín tapados sólo por unas hojas de higuera.
Unos miles de años después, en 1950, la compañía gringa General Mills lanzó una mezcla para hacer el queque perfecto bajo su marca Betty Crocker. Los ejecutivos de la compañía estaban tan seguros del éxito que tendrían sus polvos instantáneos que contaban los billetes antes que su invento saliera al mercado: a la mezcolanza bastaba agregarle agua y ponerla al horno para lograr el más esponjoso de los bizcochos. Pero, aunque los queques quedaban perfectos y eran irresistibles para niños y adultos, el producto fracasó.
La compañía contrató a los mejores sicólogos para investigar el caso y la conclusión tajante fue que no habría campaña publicitaria que pudiera salvar al nuevo producto. El problema era que las dueñas de casa gringas no compraban la mezcla instantánea porque, cuando recibían las felicitaciones por el delicioso queque, les daba una angustia enorme no haber pasado horas en la cocina métale revolviendo. La solución fue liberarlas del cargo de conciencia sacándole el huevo en polvo a la mezcla y poniéndole a las instrucciones en letras grandes “agregue un huevo”. Hasta el día de hoy las mujeres, y ahora también los hombres, hacen desaparecer su culpa a punta de claras y yemas, sintiendo que “cocinan” el queque.
La culpa atormenta y cambia pocas cosas y, para peor, no suele inspirar soluciones ni menos buenas recetas de cocina, ya que éstas se hacen bajo la ilusión de ser igualmente sabrosas que las que sí provocan arrepentimiento. Miles de intentos por acicalar al insípido cous-cous, que aliñado hasta los dientes sigue con gusto a nada; páginas y páginas de recetas de galletas de arroz con parejos resultados de plumavit comestible; yogures desaborizados que dejan a niños despistados y jamón de pechuga desalinizada de pavo, que obviamente no es jamón y que ha provocado, año tras año, desolación y vacío.
Si por comerse la sexta escalopa o por el asalto nocturno al flan casero le viene la culpa, ladina y huidiza, ruego a usted fingir goce profundo o al menos un estoico silencio. El prójimo no tiene por qué enterarse de su sufrimiento culposo, cuando usted sabe de sobra que igual le van a poner el hombro a la hora de los quiubos y, sobretodo, porque usted se hace el que sufre, pero en realidad goza.
Le ruego no piense que estas palabras son un intento de convencerlo que lo comido y lo bailado no se lo quita nadie, porque así como vamos también intentarán robárselo. No faltará el Giorgio que venga a pregonar su superioridad moral y a meterlo al saco de su culpa con el siniestro objetivo de resarcir sus propias trancas. Hermanos, muchos intentarán convenceros que os quemareis en el gran horno per saecula saeculorum por comeros la médula a cucharadas y después chupar el hueso. ¡Resistid!
En fin, del paraíso entiendo poco, y no añoro andar en estado salvaje comiendo mangos día tras día, ni menos meter el hocico directo en el agua cristalina del río junto a las bestias de la selva. Sospecho, eso sí, que la montaña enorme de culpa que provocó el incidente de la manzana se produjo porque, en realidad, el Edén era una fundación donde las botellas de tinto jamás se vaciaban, el foie gras era liviano como la lechuga, las frutas se transformaban solas en helados que jamás se derretían y donde la flor del zapallo, aún en la mata, siempre estaba rellena de ricotta y recién frita, caliente eternamente.
Me atrevo entonces a recomendarle que, de una vez por todas, deje de lado ese impulso irrefrenable que le hace decir ¡no! a la torta de milhojas, sólo para terminar comiéndose dos pedazos gruesos. Después de cinco mil años de haber sido expulsados del paraíso es hora de evolucionar y eliminar los remordimientos matinales tras una comida copiosa, porque en pocos días habrá olvidado los latigazos mentales que se aforró esa mañana y, si deja de culparse, el feliz recuerdo de la parranda permanecerá intacto hasta el día de su muerte. Algo es algo.
La tradicional y flacuchenta escalopa nacional no es objeto de mi deseo pero la wiener schnitzle es una preparación gloriosa. Esta es una aproximación personal a la receta original de la que se apropió el General austríaco Radetzky (bohemio sólo por geografía, al que Strauss dedicó la marcha) cuando le ganó la guerra a los italianos en Milán en 1857.
Esta escalopa es preparada con malaya de cerdo nacional que es un producto de altísima consistencia. Siempre tiene el mismo sabor, olor, color y grosor y es muy propicia para hacer escalopas. El panko, que es pan rallado japonés, las deja mucho más crocantes que el residuo de pan local que venden sólo para no botarlo.
Ingredientes:
900 grs. de malaya
6 huevos
Panko
2 litros de aceite de maravilla para freír
Sal y pimienta
400 ml de crema
La ralladura de 2 limones
El jugo de 1 limón
Rúcula
Aceite de oliva y sal
Ojo. Para que no se le corte la crema, póngala el día antes en el refrigerador o de emergencia métala al freezer al menos media hora antes de agregarle el limón.
Instrucciones:
Caliente el aceite.
Corte la malaya en 12 pedazos de 70 a 80 grs. cada uno y afórreles sin miedo con una cuchara de palo. Póngales sal y pimienta por los dos lados.
Luego ponga 6 huevos en un bolo y bátalos muy bien hasta que se incorpore totalmente la clara y la yema. Agrégueles una pizca de sal.
Ponga el panko sobre un plato bajo.
Tome un pedazo de malaya y séquelo con toallas de papel para sacar el exceso de agua, páselo por el huevo y luego por el panko. De inmediato póngalo a freír.
Repita el proceso 11 veces más y vaya dando vuelta los pedazos en la olla para que se frían parejos. Cuando estén bien dorados vaya retirándolos y póngalos sobre toallas de papel para que boten el exceso de aceite.
Deje reposar la malaya y rápidamente aliñe la rúcula sólo con sal y aceite de oliva.
Ponga la crema en un bolo y agréguele el jugo de limón y la ralladura. Revuelva.
Lleve todo a la mesa en fuentes y bolos separados y ¡a gozar!
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Algo es algo: ollas en la lluvia. Por Juan Diego Santa Cruz (@jdsantacruz).https://t.co/VjRLTbk78p
— Ex-Ante (@exantecl) June 30, 2023
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