Siendo muy niño entré a la cocina de mi casa. Estaba oscura y prendí la luz en la milésima de segundo exacta que estalló un tarro de leche condensada que llevaba horas en el agua hirviendo para transformarse en manjar. Como no es lógico, pensé que la responsabilidad del estallido era mía. Y claro, correlación no es causalidad pero anda tú a explicarle eso a un niño (o a ciertos adultos). Como en cualquier estallido quedó una tremenda embarrada, o manjarada en este caso, que tomó mucho tiempo limpiar. El humano que puso el tarro de leche condensada en la olla culpó a otro humano de no haber apagado el fuego cuando correspondía. En fin, nunca nadie supo quién prendió el fuego ni quién tenía que apagarlo. La limpieza, eso sí, se hizo entre todos, incluyendo al gil que sólo prendió la luz, no porque lo culparan del desaguisado sino porque había manjar por todas partes y la mejor forma de empezar la limpieza era langüeteándolo. Me acuerdo muy bien del asunto porque obviamente fue la primera vez que visité cada recoveco de la cocina. Hablemos de incentivos perfectos.
La cocina moderna es una maravilla a la que se le puede pasar la lengua. No siempre fue así y el camino fue larguísimo. Hace no tanto era el último rincón de la casa. Era un espacio donde se tenía el fuego pero no el agua y siempre había poca luz y mala ventilación.
Quinientos años antes del nacimiento de Cristo sólo los griegos con billete, o más exactamente con monedas, tenían cocinas que en ese entonces estaban separadas de la casa. Las familias más pobres vivían todos juntos en una pieza donde además cocinaban sobre un brasero, igual que muchísimos chilenos a comienzos del siglo XX.
Los griegos intentaban que saliera el humo de la cocina por un agujero en el cielo llamado kapnodeia que, sobra decirlo, no funcionaba demasiado bien. Algo parecido a la ventilación de la ruca mapuche. Aunque las cocinas griegas eran todavía muy rudimentarias, los sirvientes y esclavos lograban producir magníficos ágapes a los dioses con suculentas preparaciones de cabritos, corderos, liebres, pollos, perdices y faisanes servidos calientes, seguidas de quesos y miel dorada. Ya quisiera uno teletransportarse a una cocina en la colonia griega de Síbaris, en Calabria, donde sus habitantes se dedicaban a la buena mesa y a la vida reposada.
No fue sino hasta el siglo XII que las cosas cambiaron con la invención de la chimenea. El fuego tuvo tiraje y se hizo intenso y productivo y el humo dejó de llenar la cocina haciendo posible que esta habitación estrecha y mal iluminada finalmente entrara a las casas. Más tarde con la multiplicación de las chimeneas en el Renacimiento, no sólo las cocinas dejaron de estar en un lugar remoto de la casa, sino que el arte pudo llegar a las paredes ahora libres de hollín.
Pasaron otros cientos de años hasta la invención de los electrodomésticos y de la propagación del gas en cañería. En el caso de los santiaguinos fue en 1910 cuando dimos el paso decisivo: la “Compañía de Consumidores de Gas de Santiago” importó y comercializó toda clase de artefactos a gas incluyendo magníficas cocinas que se podían comprar en cuotas. En esos mismos años Monet vivía en Giverny y disfrutaba y cocinaba en la más linda de las habitaciones de su casa, la cocina (la de la foto). Todo esto hace alrededor de cien años. Casi nada.
Ahora en el siglo XXI la cocina debería ser el centro indiscutido de la casa, el espacio para conversar, jugar, educar niños, hacer bastas, comer, leer, sentarse, pensar y hacer acuerdos políticos. Es sin duda, donde la conversación florece. En una cocina acogedora, como la cocina del sur de Chile con su calor de leña y su flojero, aparecen la curiosidad por la historia, el cahuín y las buenas recetas. Ojalá las facultades de arquitectura le enseñaran a cocinar a los alumnos que no saben hacerlo, porque muchos de ellos sólo saben dormir e ir al baño cuando empiezan a dibujar casas y cocinas.
Pero lo más importante es cocinar, y aunque sea una cocina de barco o un anafre en un pasillo, ahí es donde se cuecen habas y también donde se hacen buenas migas. No le digo que quiera a su cocina al punto de langüetearla, pero considerando que es un lujo relativamente nuevo, disfrútela como si estuviera bañada del mejor manjar. Algo es algo.
En las cocinas suele haber un cajón con pilas, elásticos, lápices y manuales de jugueras que ya se fueron al tarro de la basura. Ahí mismo hace hartos años me encontré un papel de regalo doblado en cuatro, medio sucio y arrugado, que tenía escrita a mano esta receta de quién sabe quién y de quién sabe cuándo pero que funciona de maravilla. Es una receta digna de hacerla y comerla en una cocina como la de Monet. Los ñoquis de papa son difíciles pero magníficos y a siglos de distancia de los de paquete (que también son ricos). Sólo se necesita esfuerzo, una mesa y una olla. Son deliciosos con salsa de tomate o queso gorgonzola, pero insuperables con pesto. Si todo falla y la masa se le va en collera, agréguele un huevo.
Ingredientes:
Cueza las papas con piel. Cuando estén blandas retírelas del agua y pélelas mientras están calientes.
Luego páselas por una prensa para papas.
A continuación agregue la harina de a poco hasta formar una masa blanda y suave pero levemente pegote. Incorpore el harina de a poco ya que no todas las papas necesitan la misma cantidad de harina.
Ponga harina sobre la mesa y divida la masa en tres. Con cada parte haga una “salchicha” muy larga que tenga dos a tres centímetros de grosor. Corte la masa en pedazos de 2 cms.
Mientras trabaja y corta la masa ponga harina en la mesa y en sus manos para que no se peguen los ñoquis.
Luego hay que darles forma para que cada uno de los ñoquis pueda retener bien la salsa. Tome un ñoqui y páselo por los dientes de un tenedor a la vez presionando y deslizando la masa hacia la punta.
Mientras da forma a los ñoquis, ponga mucha agua en una olla grande, caliéntela hasta que hierva y agregue un puñado de sal.
Habiendo dado forma a todos los ñoquis empiece tirando al agua dos o tres para medir bien su tiempo de cocción. Debieran flotar en unos diez segundos. Retírelos y pruébelos. Si se deshacen tienen que cocerse dos o tres segundos menos. Si quedan con gusto a harina debe cocerlos dos o tres segundos más.
Prepare una fuente para servir y ponga en ella la mitad de la salsa. Cocine los ñoquis en grupos de 20 a 30 dependiendo del tamaño de su olla. Cuando estén a punto póngalos en la fuente. Siga agregando ñoquis a medida que estén listos y cuando haya terminado cubra con más salsa, revuelva con una cuchara de palo y sirva de inmediato.
Para el Pesto:
Ponga el albahaca, el aceite de oliva, los pinoli, el ajo y una cucharadita de sal en un procesador de alimentos hasta que se haga una pasta. (En este punto puede refrigerar la mezcla en un frasco cubierta de aceite de oliva para que no se ponga negra y guardar para otro momento)
Agregue los quesos rallados y la mantequilla y mezcle con una cuchara de palo.
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Algo es algo: Rápido. Por Juan Diego Santa Cruz.https://t.co/rJ6YvsiSv9
— Ex-Ante (@exantecl) March 17, 2023
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