Que no hay peor sordo que el que no quiere oír es una verdad que ha quedado de manifiesto en torno a las discusiones relacionadas con la conmemoración de los 50 años del golpe de estado.
Se acusó al encargado de las conmemoraciones Patricio Fernández de decir algo que no dijo. A pesar que el propio censurado y su interlocutor, Manuel Antonio Garretón, sostuvieron que nunca dijo lo que se dice que dijo, la “capotera” o cancelación que las organizaciones de víctimas o de familiares de víctimas de la dictadura y parlamentarios del partido comunista realizaron fue lo suficientemente contundente para hacer inviable la permanencia de Fernández en el cargo.
Efectivamente, era una situación imposible que el encargado del relato de un gobierno de izquierda estuviera enfrentado a las organizaciones de víctimas de violaciones a los derechos humanos.
Pero más allá de que haya sido una “fake news” agitada con pasión por la diputada Carmen Hertz (la ministra Camila Vallejo, tan preocupada por la verdad y las noticias falsas debería tomar nota de este incidente), lo cierto es que el cuestionamiento a la conmemoración de los 50 años venía manifestándose hace tiempo desde distintos espacios.
Memoria, democracia y futuro eran los conceptos claves para enmarcar el discurso, o relato como se dice ahora, que buscaba hacer sentido a las generaciones jóvenes, hablarles del valor de la democracia y los derechos humanos y de la necesidad de mirar al futuro. A las generaciones que participaron de la tragedia, se les propuso un necesario plan de búsqueda de las personas detenidas y desaparecidas y “hacer el duelo”, tomando las palabras del ex presidente Mujica. La realidad estadística de la demografía parecía un argumento suficiente para invitar a mirar el futuro sin detenernos demasiado en la dimensión moral de nuestra futura convivencia. Como si el estallido social, devolviendo la violencia a las calles, no hubiese existido.
Pero la realidad es que ni la derecha ni la izquierda compartían ese enfoque quizás bien intencionado pero ingenuo. La derecha no quería ninguna clase de conmemoración: para ellos recordar los hechos acaecidos el once de septiembre equivale a dividir al país y los coloca en la incómoda posición de los cómplices pasivos. Para la izquierda, acostumbrada al rol de acusador, era más que extraño un relato que omitía la figura del presidente Allende y no empatizaba con las agrupaciones de víctimas, las que sin representar el pensamiento de todos aquellos que fueron víctimas, sí representan la voz de quienes han dedicado cincuenta años a denunciar los actos criminales de la dictadura y exigir de la democracia verdad, justicia, reparación y garantías de nunca más.
El nunca más, lo estamos viendo estos días, es quizás lo más difícil de construir. Se fundamentó en el rechazo moral a la violencia y las violaciones a los derechos humanos, así como en la defensa de la democracia, de la libertad de expresión, del pluralismo y de la solidez de las instituciones.
Lo cierto es que después de estos incidentes el relato del gobierno ha quedado sin piso político. La derecha se reencuentra con la adoración a Pinochet, expresada en las palabras del diputado Alessandri, y la izquierda considera que es un culpable de negacionismo y traición el que “piensa demasiado”, especialmente si es que atribuye causas al derrumbe de la democracia en 1973. Volvemos entonces, a los 50 años, a arrojarnos como piedras consignas y falacias.
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