Si en las monarquías absolutas la legitimidad política descansaba íntegramente en el rey y en las familias dinásticas, desde la segunda mitad del siglo XVIII su titular ha sido fundamentalmente el “pueblo”, es decir, una comunidad supuestamente de iguales. Es el pueblo, en otras palabras, el que permite y habilita (a través, por ejemplo, de las elecciones periódicas) que la democracia perdure legítimamente a lo largo del tiempo.
Ahora bien, ya que la democracia no es sólo un régimen de gobierno sino también un concepto polisémico y con historicidad, los autores que se han interesado en ella la han acompañado de tantos apellidos y adjetivos como palabras existen en el diccionario: directa, asambleísta, representativa, liberal, popular, protegida, bolivariana, entre otras. Tantas diferencias existen entre esos y otros términos que la idea de la legitimidad de la democracia se ha perdido en el bosque de las disputas conceptuales de corte ideológico.
Sería un error, sin embargo, desconocer que efectivamente existen algunas características más sobresalientes que otras para definir qué es y cómo funcionan las instituciones democráticas.
Las más importantes dicen relación con los conceptos de “participación” y “representación”. La democracia supone la participación de la comunidad política en la toma de decisiones. Y ya que el pueblo no puede por sí mismo llevarla a cabo (pretender lo contrario sería olvidar cuán complejas y multitudinarias son las sociedades modernas), cada cierto tiempo la ciudadanía elige representantes que los representen en los distintos espacios de representación.
La democracia representativa ha sido, en efecto, la más eficaz y perdurable de las democracias; y ello porque combina virtuosamente representación y participación. Esto es cierto del siglo XX y debería serlo también del XXI. El problema es que hoy existen cada vez menos consensos sobre lo indispensable que es la democracia representativa, como si ella se valiera por sí misma y no necesitara defensores que la resguarden de los peligros que constantemente la acechan.
Por supuesto, la representación no funciona siempre y en todo lugar. De hecho, muchas de las críticas que ha recibido en las últimas décadas son justas y esperables: incluso los representantes más populares suelen caer en conductas elitistas y de corto plazo, olvidando que su responsabilidad es, siempre y ante todo, velar por el bienestar del pueblo al que han jurado representar. Así, no es extraño que la ciudadanía exija más y mejores mecanismos de participación, cansada como está de que los intereses corporativos pesen más que cualquier otra consideración a la hora de diseñar e implementar buenas políticas públicas.
Hay que tener cuidado, no obstante, con confundir dicha crítica con una diatriba sin cuartel a todo lo que suene o huela a política, democracia y representación.
Como muestran los casos de Venezuela, El Salvador, Rusia o Turquía, las elecciones no son suficientes para salvaguardar a la democracia de sus enemigos. Tanto o más relevante es que las autoridades respeten la separación de los poderes, el Estado de derecho, las libertades individuales y el rol de las minorías. La democracia es un sistema compuesto por múltiples principios e instituciones; si uno o más deja de funcionar, el edificio completo corre el serio riesgo de desmoronarse.
En Chile nos encontramos en una encrucijada que podría terminar hiriendo de muerte a nuestra tradición democrática. Las amenazas provienen de ambos polos del espectro: la izquierda radical ha sido particularmente tibia a la hora de condenar la violencia desde 2019, como lo demuestra la reciente discusión sobre los indultos y el inevitable golpe al mentón que ello significa para la legitimidad de la democracia. La derecha más a la derecha, por su parte, no esconde sus impulsos autoritarios y se escuda en prácticas matonescas para hacer valer sus opiniones.
Ambos grupos comparten un mismo acercamiento hacia los Otros: en vez de considerarlos rivales legítimos a los cuales eventualmente se podría llegar a convencer de algo o de alguien, los miran como enemigos a quienes hay que aniquilar a toda costa. La disputa por la legitimidad democrática se confunde, así, con la disputa descarnada por la hegemonía. “Ellos o nosotros”, parece ser la consigna.
El sistema representativo está lejos de ser perfecto, pero es el que tenemos y bien vale la pena jugársela -reformas profundas mediante- por su sobrevivencia. En el país abundan las voces que culpan a los partidos y a los políticos (dos pilares centrales del régimen representativo) de todos nuestros males. Olvidan que, sin ellos, basta un sólo fósforo para prender el pasto seco del autoritarismo populista. La democracia está en peligro y sus enemigos más cerca que nunca.
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