De a poco se ha ido disipando el mito de que todo estaba mal en Chile. En su lugar, se ha ido instalando la idea de que, si bien las cosas tampoco eran perfectas, eran harto mejor de lo que se decía.
Este cambio es especialmente visible si se mira el proceso constituyente. Antes del estallido social, el cambio constitucional se planteaba como la panacea. Después del estallido social, es visto como algo secundario ante la batería de otras prioridades.
Hoy, la mayoría parece entender esto: que todo cambio trae costos y que a veces es mejor quedarse con lo que hay, a jugársela con algo nuevo.
En ese sentido, el estallido social es un antes y es un después. Incidentalmente, es el hecho que alertó a tantos de que algo no estaba bien. Pero no directamente, sino que por medio de sus consecuencias inmediatas y sus efectos indirectos.
Sin la instalación de la primera Convención Constitucional (2021-2022) y sin la elección del primer gobierno de izquierda (el actual), es probable que la gran mayoría seguiría creyendo que todo está mal hecho y que solo un cambio estructural sustancial lo podría reparar.
Tuvieron que verlo para entenderlo.
Sin ver lo que ocurrió en la bochornosa primera Convención y sin ver los múltiples y frecuentes errores del gobierno de Gabriel Boric, es probable que seguirían creyendo que el meollo del problema es constitucional.
Visto de otro modo: si la antigua Concertación o la derecha gobernaran, lento pero seguro, dentro del marco la Constitución actual, no serían pocos los que estarían pidiendo quemarlo todo.
¿Por qué? Pues bien, porque hay un sector político que ha empujado esa idea hace años. Y no es difícil identificarlos: son los únicos que han obtenido beneficios políticos tras el estallido social. Son los únicos que se han visto favorecidos por el clima de inestabilidad política, económica y social que vino después del estallido y son los que gobiernan hoy día: la izquierda del Frente Amplio y el Partido Comunista.
Son quienes controlaron el primer proceso constituyente y quienes gobiernan hoy.
Para entender por qué, hay que remontarse al menos a las marchas estudiantiles de 2011, que fue cuando apareció por primera vez algo interpretable como una demanda por una reforma estructural integral.
Obviamente, la idea de reformar precede 2011, pero 2011 es el punto de inflexión. Fue solo después de ese año que ganó tracción la idea del “ahora o nunca”, “todo o nada”.
El éxito en la instalación de esa idea fue premiado oportunamente. Al poco andar, los líderes de las marchas pasaron de aulas en universidades a despachos en el Congreso. Algunos sin siquiera terminar de estudiar antes.
Quienes no fueron elegidos en las urnas, fueron recompensados con oficinas en ministerios, y desde allí se dedicaron a ejercer presión para asegurar que los cambios que se habían decidido en las tempestades de las marchas eran los que había que adoptar de forma permanente en el país.
Bajo el amparo de la política tradicional crecieron, y a costa de los políticos tradicionales se instalaron. Y desde el poder profundizaron la idea de darle urgencia al cambio constitucional.
La fachada fresca, juvenil y aparentemente honesta, les permitió presentarse como portadores honestos de la verdad, en comparación a quienes habían estado hasta ese entonces décadas en el poder.
Se presentaron como los revolucionarios que el país no sabía que necesitaba. Por eso, fueron ellos los principales beneficiados del estallido social.
Mediante sus jóvenes intelectuales idealistas, lograron convencer primero a las personas y luego a los políticos que lo que venían diciendo hace tiempo era correcto: que el cambio constitucional era la única forma de seguir adelante.
Fueron tan exitosos en argumentarlo, que hasta lograron instalar un sistema electoral que les dio una mayoría lo suficientemente aplastante como para escribir la propuesta constitucional unilateralmente.
Así, el texto propuesto en el plebiscito de 2022 no fue un documento cualquiera, fue el epítome de un esfuerzo político generacional, el producto definitivo de una fase que duró al menos una década. Y cuando se rechazó, fue el fin de aquello también.
¿De qué otra forma se entiende la derrota si no es por medio de la idea de que a la gente simplemente no les gustó el modelo alternativo que propusieron los lideres de las movilizaciones de 2011, que son los mismos que diseñaron las políticas públicas en 2014-2018, y los que condujeron la feroz oposición de 2018-2022?
Y como la idea es inseparable de quien la piensa y quien la propone, los ideólogos tras la propuesta constitucional también han ido cayendo, e irán cayendo, uno a uno, poco a poco.
El primero fue Giorgio Jackson, que milagrosamente se logró mantener en el poder casi un año y medio después de haber asumido. Como uno de los principales arquitectos del modelo alternativo, demostró elocuentemente cómo criticar es gratis cuando se está en la oposición, y caro cuando se está en el gobierno. Terminó su mandato con alto conocimiento y bajo apoyo en las encuestas. Ni su amistad con el presidente lo salvó.
Hay otros que han caído también, pero es tanto o más interesante ver cómo los que se han mantenido son representantes de lo vacías que resultaron ser las promesas de cambio.
Un núcleo ejemplo está en la cartera de Educación, incidentalmente el lugar donde todo partió. Tal como nadie niega que el origen del sistema actual está en lo que ocurrió como consecuencia de las movilizaciones de 2011, nadie puede negar que es un desastre de proporciones épicas.
Hoy, ni el oficialismo se puede hacer cargo asunto. Aun así, siguen en sus cargos varios de los impulsores del sistema, partiendo por el actual ministro de la cartera, Nicolás Cataldo, el asesor personal del presidente, Miguel Crispi, y a quien Mario Marcel denominó la mejor directora de presupuesto de la historia, Javiera Martínez.
También es el caso de la conocida líder estudiantil y ahora vocera del gobierno Camila Vallejo, que no ha logrado levantar al presidente por sobre el 30% de aprobación, y el ministro de Economía Nicolás Grau, que ha sido errático y contradictorio desde el comienzo, confundiendo a todos y todas con respecto a lo que el gobierno quiere y no quiere hacer.
Es el crepúsculo de la generación dorada. Pudieron haber dejado sus nombres registrados en lo alto de los anales de la república, cambiado al país por siempre, si tan solo se hubiesen tomado el primer proceso en serio. Pero en vez de haber propuesto algo mejor a lo que había, fueron por todo y salieron trasquilados.
En el gobierno, es lo mismo. En vez de buscar consensos y mejorar el país de forma gradual, se han quedado atrapados en dimes y diretes, bochornos varios y anécdotas internacionales. Han perdido el tiempo, los recursos, y la empatía de la gente. Lo tuvieron todo y ahora no tienen nada.
Es de esperar que en la discusión en el Congreso se corrija el rumbo de este mal diseño de política pública que genera distorsiones al mercado eléctrico. Para lograr esto, es necesario que el ministro encargado de la billetera fiscal salga de su silencio y tome el liderazgo en esta discusión.
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