Luego de la enorme victoria de Michelle Bachelet en las elecciones presidenciales de 2013, había una sensación ambiente de que las placas tectónicas de nuestra política se habían movido. En octubre de 2015, el presidente del partido comunista, Guillermo Teillier, afirmaba: “Siempre hemos pensado que este proyecto de la Nueva Mayoría que está realizando tan profundas transformaciones en Chile debe proyectarse”. En junio de 2016, el demócrata cristiano y Ministro del Interior, Mario Fernández afirmaba que la Nueva Mayoría “se va a proyectar en el tiempo”. Como hoy sabemos, la historia fue otra.
Luego de la victoria de Sebastián Piñera en las elecciones presidenciales de 2017, la derecha veía con optimismo su futuro. Así lo afirmaba el senador y ex presidente de la UDI, Hernán Larraín: “En la medida en que este nuevo Gobierno sea exitoso y dé visibilidad a nuevos líderes no solamente aseguremos la continuidad ojalá para tener dos o tres gobiernos, sino que también tengamos equipos para enfrentar distintos roles”. Algo similar señalaba el entonces presidente de RN, Cristian Monckeberg: “Evidentemente nosotros armamos una coalición política que se proyecte al menos ocho años y eso significa que un nuevo gobierno del presidente Piñera sería una nueva etapa”.
Después de todo, Andrés Allamand, en su libro “La salida, cómo derrotar a la Nueva Mayoría en 2017”, había predicho el rol de bisagra que supuestamente tendría esta elección al redefinir el “proyecto país” y un “nuevo paisaje para las fuerzas políticas”. Como hoy sabemos, la historia fue otra.
Nuestra política nacional parece estar marcada por unos ciclos de euforia desbordada seguidos de decepción fulminante. Es más, estos ciclos parecen haberse acelerado. Los mismos votante que le dan la victoria a una posición, con cada vez mayor rapidez, la abandonan, dejando a políticos y analistas perplejos. Por eso no es extraño que la luna de miel del actual gobierno haya sido tan breve.
Albert Hirschman afirmaba que la historia de la política moderna era una sucesión de decepciones. Los ciudadanos ponen sus esperanzas en el ámbito privado, del consumo, y terminan decepcionados. Desplazan sus aspiraciones al ámbito público, solo para volver a decepcionarse. Esto los lleva a buscar refugio, una vez más, en el ámbito privado. Los ciclos se repiten interminablemente y en el proceso la historia avanza. Lo que Peter Berger después resumiría en “la historia como una máquina de decepcionar”.
¿No hay algo de eso detrás de la contundente victoria de los independientes y líderes de movimientos sociales en la convención constitucional, seguida de su caída en las encuestas? Se le podrá criticar muchas cosas a la Lista del Pueblo, pero una cosa es innegable: Hicieron en la convención básicamente lo que prometieron en campaña. La tragedia es que, en lugar de romper el ciclo mediante la renovación política, este se repitió una vez más.
La paradoja de gobernar en la era de las decepciones es que a los representantes muchas veces se les castiga por gobernar exactamente como dijeron que lo iban a hacer. Pocas cosas más ridículas que esas antiguas operaciones comunicacionales de campaña que consistían en firmar los programas “ante notario”. El voto con contrato ha sido reemplazado por el voto con elástico.
No es precisamente una crisis de las democracias. Es otra cosa mucho más estable y repetitiva. Como afirma en una reciente columna Daniel Innerarity: “La idea de crisis de la democracia no explica lo que nos pasa, que es una suerte de afianzamiento mediocre que consolida un sistema político en el que hay más rechazo que elección, más descarte que preferencia”.
Ante un electorado que vota más como una forma de descarte que de apoyo, de pronto el atributo más importante de un político se vuelve combinar la humildad para no sobre interpretar una victoria electoral -abrirse a la complejidad de una sociedad pronta decepcionarse- y la capacidad de empujar lo medular de su visión.
Cuando este 4 de septiembre se terminen de contar los votos del plebiscito constitucional y uno de los dos lados resulte victorioso, sería importante recordar esto. Ese 70% que según la Cadem está votando por una de las dos opciones de la papeleta por descarte (ya sea los que votaremos “aprobar para mejorar” o los que voten “rechazar para reformar”) mirará con distancia y quizás zozobra el exceso de autocomplacencia, sea cual sea el ganador de la noche. Ojalá esta vez no se repita el mismo ciclo.
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