Las imágenes de una turba exaltada en Iquique quemando los escasos enseres de familias migrantes completamente indefensas quedarán impresas en nuestras conciencias por muchos años y llenarán de oprobio al país afectando gravemente su imagen internacional.
Las razones que explican por qué llegamos a este lugar de vergüenza, son múltiples. Desde luego, el descontrol de la inmigración, las fronteras permeables, la saturación de los servicios públicos, la toma de espacios públicos por parte de familias sin alternativas, el miedo al extranjero, la amenaza del Covid, el racismo, son todas cuestiones que dan contexto y permiten comprender el temor y la indignación que se ha apoderado de buena parte de la población del país que rechaza activa o calladamente la presencia masiva e incontrolada de los inmigrantes.
Si bien es la dictadura de Maduro la responsable de esta crisis migratoria que afecta a todos los países de américa latina, lo cierto es que las naciones a los que están llegando las olas migratorias tienen la obligación de enfrentar el problema humanitario que ya es inescapable.
Los problemas que plantean los fenómenos migratorios son caldo de cultivo para los discursos de odio y los ejercicios de violencia xenófoba como el que ocurrió en Iquique. El nacionalismo ramplón de esta otra “primera línea” de fanáticos se alimenta de la ausencia de políticas públicas que encaren el desafío que plantea la migración masiva con eficacia y con respeto a los derechos humanos.
No se trata aquí de elegir a quienes queremos aceptar. Se trata de abordar una crisis con una política adecuada (para las cuales Naciones Unidas tiene una vasta experiencia que se puede aprovechar), que impida que las ciudades de las zonas fronterizas se vean sometidas a una presión inaceptable que termina alimentando la xenofobia, el nacionalismo y la violencia.
Los iquiqueños no son fascistas, son personas asustadas y cansadas de ver el deterioro de su ciudad y la ausencia del Estado en la crisis humanitaria. La indiferencia ante los problemas reales o la incapacidad política para enfrentarlos son lo que produce los estallidos sociales como los que hemos visto en el país últimamente y ahora último en Iquique.
Comprender lo que está sucediendo no implica aceptar la violencia de las turbas que atacan personas indefensas, incluyendo niños y mujeres que han vivido una verdadera hecatombe en sus vidas. La violencia busca imponer la ley de la selva en la que el más fuerte irrumpe y amenaza la integridad física y moral del más débil. Es contraria a los valores sobre los que se construye nuestra convivencia y es completamente inaceptable en un país civilizado. Rechazar y sobre todo castigar la violencia es indispensable para recobrar una senda racional, demostrar que en Chile hay reglas que se deben respetar y un Estado capaz de hacerlas cumplir.
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