En los últimos 50 años, la aceptación del fracaso y la constatación de la derrota, construyeron verdades que hoy se desvanecen.
Tras el golpe, la izquierda abrazó definitivamente la democracia, no solo como un medio, también como fin en sí misma. Una vez recuperada, la derecha entendió que no había justificación posible para quebrantarla. Hoy, de lado y lado, al volver la vista atrás, confunden la comprensión histórica con la justificación moral.
Durante la transición, el país asumió la centralidad de la amistad cívica, la efectividad de los acuerdos, la necesidad de consensos y mayorías sólidas para impulsar transformaciones sostenibles. Y tras años de indudable eficacia, devino primero la “teoría del desalojo”, luego la “tesis del reemplazo”. Nos fuimos enredando en una disputa por el poder, olvidando la esencial interdependencia que aprendimos a punta de dolor.
A pesar de las reglas tramposas –senadores designados, inamovilidad de generales, quórums supra mayoritarios, entre otras– acordamos respetar siempre la Constitución y el Estado de Derecho. De un tiempo a esta parte, eso también se desvanece. El congreso proclama un parlamentarismo de facto, abusando de las acusaciones constitucionales, aprobando retiros de fondos de pensiones, despechando leyes que nos devuelve a la barbarie de la autotutela. Todo vale para dañar al gobierno de turno.
Algo similar ocurre con las verdades económicas. Si hace 50 años, eran el epítome de la disputa ideológica, por algún tiempo compartimos certezas que hoy también palidecen. La centralidad del crecimiento económico, la importancia de la apertura comercial, el rol del Estado en la provisión de derechos sociales. Unos construyeron parte de su capital político oponiéndose a los acuerdos comerciales, otros proclamaron el decrecimiento como estrategia de desarrollo y reaparecen quienes defienden que el mercado lo resuelve todo.
Así las cosas, las verdades que fundaron los mejores años de nuestra república hoy se desdibujan. Las consecuencias comienzan a ser evidentes y no presagian nada bueno. Es tarea de todos que no desaparezcan por completo.
Sin embargo, quizás lo más peligroso es que, así como antes hubo verdades compartidas que hoy se desvanecen, también hay verdades que resisten sin que aún nos demos cuenta que están amenazadas. ¿Cuánto falta para que alguna candidatura cuestione la centralidad de la responsabilidad fiscal y gane la elección ofreciendo, por ejemplo, un IFE universal como el que ya conocimos? ¿Cuán seguros estamos de que una futura autoridad no buscará intervenir la independencia del Poder Judicial o la autonomía del Banco Central? ¿Estamos cerca de degradar la universalidad de los Derechos Humanos como hoy se acepta en El Salvador? ¿Faltará poco para que una candidatura derrotada cuestione la legitimidad del Servel? ¿Podemos dar por sentada la sujeción del poder militar a la autoridad civil?
Quizás, la principal lección de los últimos 50 años es que nada está asegurado, ni ayer, ni hoy. Aprender de esa historia- rescatar algo de sus luces y sombras- podría resumirse en evitar dos extremos: voluntarismo e inmovilismo. En otras palabras, no se puede cambiar todo por muy virtuoso que sea lo que se quiere alcanzar, tampoco se puede cambiar nada por muy importante que sea lo que se busca proteger. Alcanzar ese equilibrio exige cuidar y crear juntos, desde los mínimos comunes hacia los máximos compartidos. De todos depende que, esta vez, no tengamos que pasar por el horror para encontrarlos.
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