La historia la conocemos: el gobierno se jugó por una lista única para evitar la dispersión y el fuego amigo. Accedieron el PS y PL creando la lista Unidad por Chile, junto a AD. El PPD y el PR, más la DC, formaron Todo por Chile, apostando a diferenciarse y ampliar la base de apoyo.
Meses después, las principales tensiones no son entre las listas oficialistas, sino en el interior de Unidad por Chile. La porfiada realidad demuestra que la unidad no se decreta, requiere construirse paso a paso. Y es que no se trata de acallar el conflicto, sino de crear espacios donde procesarlo.
El gobierno y todo el progresismo deben tomar nota. Construir unidad verdadera exige generar confianzas hoy inexistentes. Para ello hay que trabajar en al menos tres planos: lo interpersonal, creando espacios de encuentro intergeneracional; lo institucional, generando una nueva gobernanza entre las coaliciones; y lo programático, alineando prioridades comunes en torno a los temas que marcarán este año: seguridad, pensiones, pacto fiscal e implementación del Estado Social en la nueva Constitución.
El proceso electoral no puede ser excusa para postergar esta tarea, generar las confianzas y los acuerdos es condición mínima para viabilizar los cambios que la sociedad demanda. Sin ello, será la derecha quien los conducirá.
En paralelo, asoma una historia que aún no se cuenta del todo. El gobierno llamó a los partidos políticos a una tregua para enfrentar la crisis de seguridad con perspectiva de Estado. Más allá de la pertinencia del lenguaje bélico, las reacciones han sido tibias, incluso mezquinas, y es que las treguas tampoco se decretan, se construyen desde la aceptación de las diferencias.
El oficialismo y la derecha tradicional también deben tomar nota. La precaria salud de nuestro sistema político se juega la vida este año. Si no logramos reducir la inseguridad, encaminar una reforma de pensiones y viabilizar una nueva Constitución, el plato estará servido para las fuerzas populistas. No se trata de rehuir el conflicto, sino de identificar los propósitos comunes y debatir con altura y buena fe. Así se han dado los pasos adelante en nuestra historia.
Tal como el anterior plebiscito constitucional redefinió las fronteras que separan izquierdas y derechas, en diciembre, cuando debamos aprobar o rechazar la nueva propuesta constitucional, se trazarán nuevos límites entre la política y la antipolítica. Frente a un plebiscito y en un contexto de alta fragmentación, siempre habrá incentivos para consolidar un nicho en la opción que se presente como antipolítica o antielite, sin perjuicio de que tenga o no opciones de ganar.
Ya sabemos que probablemente esa será la apuesta de Republicanos, el PDG y otros, como Pamela Jiles. Con eso a la vista, quizás valga la pena reconsiderar el llamado a una tregua -y ya que estamos, cambiarle el nombre- para que enfrentemos colaborativamente la inseguridad ciudadana, la reforma de pensiones, el pacto fiscal y la nueva Constitución.
Y es que en diciembre el clivaje no será entre una constitución refundacional y el statu quo, será entre quienes creen en la vía institucional y quienes la desprecian. No podemos olvidar que está en juego nuestra democracia y que cada día son más fuertes quienes la utilizan para defender intereses mezquinos y satisfacer sus propios egos.
Proponer, aceptar y sostener esa tregua supondría concesiones y costos para el oficialismo y la oposición democrática, pero no hacerlo es entregarnos a un muy probable retroceso democrático, cuyas consecuencias afectarán el presente y el futuro, especialmente -como casi siempre- a los más pobres y postergados. ¿Vale la pena?
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