La pregunta la hace Espacio Público en su último informe de Seguridad Pública (Domínguez, Duce y Fugelle), el que fue comentado por el ministro de Justicia hace algunos días. En él, se analizan datos del sistema penitenciario concluyendo que Chile estaría viviendo una crisis muy grave. Entre los síntomas que tiene el enfermo se mencionan los altos niveles de sobrepoblación y deficiente infraestructura penitenciaria, así como una baja en el uso de medidas alternativas a la privación de libertad como condenas a cumplir en el medio libre, lo que sólo presiona al sistema cerrado. Los datos son alarmantes: la población penal alcanza a más de 57 mil personas, de las que más de 20 mil se encuentran en prisión preventiva.
Las causas de la enfermedad son de diversa índole, entre ellas las consecuencias de un “frenesí” legislativo (Lunecke, 2023). El ímpetu del Congreso se tradujo en más de 300 leyes en materia de seguridad ciudadana entre 1990 y 2023. La mayoría de estas leyes son de corte punitivo, es decir, se orientan al aumento del control y castigo y privilegian la cárcel como una respuesta central. Las recordadas “agendas cortas” son un ejemplo de ello.
El alto temor con que vivimos presiona fuertemente el debate político, lo que explica la prioridad con que el gobierno actual ha impulsado la llamada “agenda de seguridad”. En nuestra cultura se encuentra arraigada la creencia que la ley, sólo por el hecho de ser promulgada, logrará influir para disminuir la delincuencia. También se menciona como diagnóstico de la enfermedad, la deficiente política pública respecto de infraestructura penitenciaria, lo que ha llevado a un déficit de plazas tanto en el sistema concesionado como público.
Expertos también señalan que hoy se necesita más cárcel porque se estarían cometiendo delitos más graves. Aunque este dato debe estudiarse con algo más de atención, si lo aceptamos como válido, el uso de la cárcel se hará cada vez más intenso. Se decretarán más prisiones preventivas porque se configurarán con frecuencia las casuales que la justifican -como peligro para la sociedad- y se condenará cada vez más y por tiempos más largos.
El ministro Cordero señaló al comentar este estudio, que era bueno que se discutiera de este tema, ya que en general sólo se ponía sobre la mesa cuando “sucedía alguna tragedia”. Probablemente estaba pensando en el incendio de la cárcel de San Miguel. Es verdad que la muerte de 81 personas visibilizó sus historias de vida y las condiciones de las cárceles, pero lo que vivimos hoy en Chile en relación con las personas privadas de libertad es una tragedia diaria, que no debería necesitar de eventos como el del 2010, para que sea discutido seriamente. No caben en esto posturas abolicionistas (Dubler J. y Lloyd, Vincent, 2020). Nadie discutiría que en su gran mayoría estas personas deben estar presas si han cometido un delito. Pero se puede aseverar que como la sociedad hemos decidido postergar e invisibilizar este debate y la autoridad prefiere quedarse en diagnósticos y medidas tímidas para enfrentar la crisis.
Espacio Público tiene razón al señalar que la cantidad de personas presas es el resultado de una serie de interacciones sistémicas, pero nada hace predecir que se observe entre los tomadores de decisión, un cambio de mirada que tome en cuenta la complejidad que significa encarcelar.
Nos engañamos pensado que la tragedia de la precariedad del sistema la pagan sólo quienes están presos y que no debe preocuparnos porque de alguna manera “lo merecen”. Sin argumentar desde la perspectiva de los derechos humanos de esas personas y la evidencia que existe que la cárcel debería ser un lugar donde se comienza un camino de reinserción, la situación del sistema penitenciario en Chile es una tragedia actual y permanente que nos debería llevar a reflexionar y a preocuparnos a qué haremos cuando una vez cumplida una condena las personas presas vuelvan a vivir en la sociedad.
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