En 2018, la politóloga Lilliana Mason publicó el libro “Un acuerdo agresivo: Cómo la política se convirtió en nuestra identidad” (Uncivil Agreement: How Politics Became Our Identity). En este resumía, discutía y presentaba evidencia de un fenómeno que varios analistas habían estado observando durante la última década.
Por años, el juicio -repetido casi como mantra- era que las élites estadounidenses estaban polarizadas, pero que la mayoría de la ciudadanía no lo estaba. Si había un problema de agresividad en la política, este se encontraba enclaustrado en una dirigencia política que no representaba a las mayorías moderadas. Esta afirmación se basaba sobre todo en estudios de opinión publica que mostraban que, cuando a políticos y ciudadanos se les preguntaba por sus posiciones en diversos temas de política pública o de posición ideológica (“izquierda y derecha” o “liberal y conservador”), había una clara tendencia de la ciudadanía de escoger los valores intermedios, mientras que los políticos no presentaban esta tendencia.
Había algo reconfortante en estos hallazgos. La dificultad para ponerse de acuerdo estaba allá, lejos, en los espacios de poder. Las personas en sus casas seguían conviviendo amablemente. Solo hacía falta que los políticos se “pusieran serios” y empezaran a escuchar a esas grandes mayorías moderadas.
Pese a este aparente consenso, fueron varios los investigadores que empezaron a advertir que esta narrativa, elites polarizadas y ciudadanía moderada, si no era falsa, al menos le faltaba algo crucial. Esta duda tomó fuerza con la elección de Donald Trump en 2017, un candidato que emergió como outsider en las primarias republicanas, ganando apoyo masivo con su estilo agresivo y confrontacional.
Investigadores como James Druckman, Matt Levendusky y la propia Lilliana Mason (entre muchos otros) advertían que quizás el problema había sido conceptualizar la polarización como algo que ocurría en una distribución continua sobre un eje de políticas públicas e ideología.
La polarización afectiva, una forma de polarización en la que lo relevante es la percepción del otro como más cercano o alejado en términos afectivos, permitió explicar que la gente podía perfectamente no tener posiciones extremas en una escala de preferencias entre izquierda y derecha, pero tener fuerte identificación con un sector de la sociedad y, más importante, aversión a otro sector.
Por ejemplo, según datos del Pew Research Center, en Estados Unidos, entre 2016 y 2022 el porcentaje de republicanos que afirmaba que los demócratas son deshonestos ha aumentado de 45% a 72%. Algo parecido ha ocurrido con los demócratas, que en un 64% afirman que los republicanos son deshonestos. La tendencia se observa en otros aspectos negativos como maldad, flojera o estupidez. Es muy difícil negar que en Estados Unidos hoy existe una polarización profunda de los afectos, con una grieta que divide la sociedad como pocas veces antes.
Puede ser que Chile esté siguiendo un camino similar. Hay una creciente evidencia de que cada vez son más las personas que desconfían de los acuerdos y buscan una política confrontacional. La última encuesta CEP mostró una caída de aproximadamente 20% el apoyo a acuerdos en los últimos cuatro años. Similarmente, la encuesta Criteria mostró una caída de 13% en los que creen que la resolución de conflictos requiere incorporar visiones de distintos sectores políticos y una caída de 10% en los que creen que los conflictos requieren de grandes acuerdos nacionales para su resolución.
Pero no estamos condenados a seguir la misma ruta. Un reciente artículo de Wagner y Praprotnik (2023) muestra el rol crucial que juegan las elites políticas para combatir la polarización afectiva. La percepción de colaboración entre adversarios políticos puede tener un directo y significativo impacto. Ver a los adversarios políticos dispuestos a llegar a acuerdos en momentos cruciales, anteponiendo un bien común, señaliza respeto mínimo por el otro y disminuye la polarización afectiva en la ciudadanía.
Un ejemplo muy notorio de elites políticas reforzando la polarización afectiva fue la negativa de Chile Vamos de firmar un acuerdo con el oficialismo frente al 11 de septiembre. Un alienígena que llegara a revisar las dos declaraciones (la del gobierno y la de Chile Vamos) probablemente pensaría que son fruto de una gran convergencia en posiciones y no entendería por qué no se firmó en conjunto. Sin embargo, justamente, el contenido no es lo más importante cuando se trata de una polarización afectiva. Algo parecido ocurre en reforma tributaria y de pensiones.
En cambio, la firma de todos los expresidentes, sin importar su signo político, es una señal mucho más relevante que cualquier punto particular de la declaración. Lo mismo ocurrió con la declaración conjunta (desde Republicanos hasta el PC) en el Senado. Obviamente, no se trata de negar las diferencias programáticas e ideológicas. Tampoco tiene sentido esperar ni buscar que los afectos y rencores de nuestra política sean sustituidos por pura miel.
No. Se trata simplemente de, cada tanto, en los momentos más importantes, reconocer que hay cosas que van más allá de nuestra diferencia y firmar un acuerdo. Aunque sea con rabia.
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