Conmemorar los 50 años del golpe para proyectar la democracia, la memoria y el futuro era el mandato de Patricio Fernández hasta su reciente renuncia. Pero hoy todo se banaliza con insoportable liviandad. Una diputada alega misoginia para evadir el escrutinio público; un consejero trata de estadista a un corrupto genocida. Unos relativizan la violencia cuando les conviene, otros trivializan la paz para justificar el inmovilismo. Todos se suben al pedestal moral para generalizar el mal de unos en los otros. Nos esforzamos por malinterpretarnos, por capturar la peor versión del otro para confirmar nuestra pretendida superioridad.
Así las cosas, a 50 años de nuestra mayor herida, se banalizan también sus cicatrices.
Conmemorar es recordar juntos, es evocar con el otro. Eso le encomendó el presidente a Patricio Fernández y era lo que intentaba en la conversación con Manuel Antonio Garretón: construir verdades colectivas que se constituyan en conquistas evolutivas. Hacerlo es un imperativo ético, porque, como queda demostrado, así como se conquistan, se olvidan.
Parecía que el país ya había acordado la más fundamental: nada justifica el genocidio, la muerte, la tortura, la persecución política; los derechos humanos son un mínimo civilizatorio. Y aunque en otra escala, en 2019, cientos de víctimas volvieron a padecerlo.
Asimismo, transversalmente asomaba la convicción de que nunca más un gobierno democrático puede ser derrocado por la violencia. Como le gusta decir al presidente, la democracia se defiende con más democracia, no con menos. El golpe no puede justificarse, pero sabemos que algunos lo siguen haciendo en base a las condiciones que le antecedieron. Y el estallido mostró que hay otros, de lado y lado, que pensaron en un nuevo asalto a la Moneda.
La comentada intervención de Patricio Fernández, aunque ambigua en la forma, nunca cuestiona estas conquistas de fondo. Su principal error fue suponer que, dado su interlocutor, podía dar esas lecciones por aprendidas y explorar caminos para construir una tercera: la posibilidad de analizar el contexto previo al golpe sin que ello implique justificarlo.
Esa reflexión, que hoy escandaliza a tantos, está a la base de enormes aprendizajes del progresismo: la renovación socialista y su abrazo definitivo a los valores democráticos, el reconocimiento de la importancia de los grupos medios, el respeto a la propiedad privada y la apertura comercial como uno de los motores de desarrollo.
Pretender que no se puede analizar la historia es autoritario y miope. El pasado no tiene dueños. Creer que en la comprensión de las causas subyace una justificación de los hechos y sus consecuencias, es ignorancia o fanatismo. La justicia no sería posible si aceptamos esa premisa.
Sabemos que la historia no es lineal, a veces avanza, otras retrocede; lo normal es retroceder para avanzar. Es evidente que estamos en los pasos para atrás, ojalá sea para tomar impulso y dar un nuevo salto. La conmemoración de estos 50 años será un buen indicador de dónde estamos. Hasta ahora, no pinta bien.
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