El país ya conoce las concepciones del Presidente Boric y los partidos oficialistas respecto de lo que debe ser la Constitución Política. Estaban nítidamente expresadas en el proyecto elaborado por sus representantes en la Convención. Era no solo el verdadero programa de gobierno, sino la plataforma para establecer un marco de hierro que favoreciera las expectativas izquierdistas de copar las instituciones. Allí se sintetizaba la reingeniería orientada a “corregir” la historia y aplicar criterios refundacionales sobre el Estado, la economía, la cultura, la naturaleza, etc. Era la Constitución que deseaban para Chile los políticos bolivianos Evo Morales y Álvaro García Linera. Y perdieron.
Ya no existe el proyecto del cual La Moneda repartió miles de ejemplares a lo largo del país. El Frente Amplio y el PC ya no tendrán “su” Constitución, la cual apoyaban, con más o menos dudas, el PS, el PPD y el PR, cuyos dirigentes acallaron los rumores de conciencia con el lema “aprobar para reformar”. Si hacemos el ejercicio de imaginar en qué situación se encontraría Chile si los electores les hubieran hecho caso, es como para sentir vértigo. Y ahora, esas mismas fuerzas buscan empujar las cosas en una dirección borrosa, con tal de armar un artefacto que tape el bochorno de la derrota.
El apuro del oficialismo por iniciar conversaciones constitucionales con los partidos opositores fue, ante todo, una estratagema para dar vuelta la página. No más que eso. Necesitaba crear la sensación de que el 4 de septiembre no había ocurrido nada significativo, puesto que el proceso constituyente continuaba. Pillería completa, por supuesto, ya que no puede haber continuidad de un proceso que concluyó con el triunfo del Rechazo. Se puede organizar otro proceso constituyente, pero eso exige otra reforma constitucional que lo habilite legalmente. O sea, el Congreso debe resolver.
Visto todo lo ocurrido desde marzo, cuando Gabriel Boric se convirtió en Presidente, es imposible no preguntar qué representa realmente el actual gobierno, qué noción tiene del interés nacional, hacia dónde quiere llevarnos. Y, entonces, no queda sino recordar el anuncio que hizo Sebastián Depolo, dirigente del Frente Amplio, en noviembre del año pasado, cuando era candidato a senador: “Vamos a meterle inestabilidad al país porque vamos a hacer transformaciones importantes”. Hay que reconocer que cumplieron con creces. ¡Cuánta maestría en el arte de meterle inestabilidad al país!
Es cierto que debe considerarse el papel que juegan hoy la ministra del Interior, Carolina Tohá, quien llegó después del plebiscito, y del ministro de Hacienda, Mario Marcel, quien está en el cargo desde el principio, como también el subsecretario de Interior, Manuel Monsalve, pero la perspectiva, el rumbo y el método dependen de quién es el titular de la jefatura del Estado y, en ese punto, las preocupaciones no han variado sustancialmente. Parece que el mandatario ha ido entendiendo la importancia de la seguridad pública, pero eso es demasiado elemental como para darle realce. Lo deseable es no llegar a la Presidencia para aprender el ABC de la conducción del Estado.
¿Hay estrategas en La Moneda? Se supone que sí, pero ¿qué estrategia es la que sirve? Ya los vimos en acción frente a la aventura constituyente, y el balance fue deplorable. Se deduce que ellos le aconsejaron al mandatario que se jugara la vida por el Apruebo, y él les hizo caso. Pero ahora, ¿a qué apuestan respecto de los cambios constitucionales, después del desastre que alentaron en la Convención? ¿Tienen verdadera preocupación respecto de la estabilidad y la gobernabilidad, asuntos en los que se juega el mandato presidencial? ¿En serio les parece conveniente que los partidos gobernantes presionen por la elección de una nueva convención? ¿O todo consiste en un juego de apariencias para salir del paso?
Ya se hizo evidente que el FA y el PC no tienen muchas ganas de ir a una nueva elección de convencionales. Para eso, han propuesto un formato parecido a la convención fracasada, a sabiendas de que esa es la manera de provocar el rechazo de la oposición. Además, Diego Ibáñez, del Frente Amplio, que ejerce como delegado oficioso de Boric en las conversaciones, propuso que la elección se efectúe en octubre de 2023, lo cual confirmó que “el sentido de urgencia” ha sido una triquiñuela para que el oficialismo se salga con la suya. Ahora, hablan de efectuar un cónclave que no termine hasta que haya un acuerdo, al estilo del 15 de noviembre de 2019. O sea, el peor modelo.
¿A dónde conduce esta intrincada negociación, que ya es lejana para los ciudadanos, y que va adquiriendo características de farsa? Quizás a ninguna parte. En general, los partidos están preocupados de no ser culpados por el posible fracaso de las conversaciones. Más vale que terminen con las simulaciones y prioricen el interés del país.
Afortunadamente, la legalidad democrática ha resistido la chapucería populista de estos años. El país no se encuentra en tierra de nadie. Las instituciones no están a la espera de una hipotética nueva convención que elabore un hipotético nuevo texto. Hay una Constitución vigente que debe ser respetada por todos. Y en primer lugar, por el Presidente. Podrá ser reformada de nuevo, o reemplazada por otra, pero eso tendrá que hacerse dentro de las reglas actuales.
Sí, no hay duda de que tenemos un país resistente. El asunto es no abusar de la paciencia de los ciudadanos.
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