De los muchos problemas que hoy enfrenta nuestro país hay uno que nos persigue hace años, quizás décadas. No es tan inmediato como las listas de espera, la inseguridad en las calles, la crisis educacional, la fragmentación política o el cambio climático. Sin embargo, existe y requiere una solución perdurable en el tiempo.
Me refiero al problema “constituyente” que significa haber redactado una Constitución durante un régimen que no sólo fue dictatorial, sino que, a juzgar por la discusión sobre los 50 años del Golpe militar, continúa dividiendo profundamente a los chilenos. ¿Por qué no hemos sido capaces de resolverlo? ¿Qué necesitamos para que el ciclo constitucional concluya y concluya bien? ¿Qué podemos esperar de las próximas semanas? ¿Le conviene a la derecha plebiscitar sus ideas en el referéndum de diciembre?
Lo primero es identificar las distintas etapas de la discusión y analizar sus semejanzas y diferencias. El paso inicial lo dio la expresidenta Bachelet cuando al final de su mandato presentó un proyecto de Constitución que –muy a pesar de su círculo cercano– no fue ni siquiera debatido en el Congreso.
Luego, y a raíz del giro constitucional que tomó el estallido social después de la firma del “Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución” de noviembre de 2019, fuimos testigos de las excentricidades de una Convención que, producto de un sistema electoral ad hoc, estuvo desproporcionadamente inclinada hacia las izquierdas. El masivo rechazo del 4 de septiembre de 2022 le abrió una nueva oportunidad al Congreso para cerrar el dilema constituyente, aunque ahora con reglas y límites diseñados para evitar los impulsos refundacionales.
La responsabilidad de este último proceso ha recaído en dos órganos: una Comisión Experta conformada por 24 personas preparó un Anteproyecto que dejó los maximalismos de lado y consensuó mínimos comunes mediante prácticas de comprensión y simpatía política mutua. ¿El resultado? Un texto amplia y genuinamente aplaudido por los más diversos sectores, en especial por el espíritu de negociación que lo cruza. Para algunos críticos del Anteproyecto, se trataría de un documento demasiado flexible, pues ninguna visión ideológica tendría preponderancia sobre la otra. Para otros, en cambio, ahí descansa su principal mérito: salirse de la lógica del todo y nada y recoger lo mejor de las distintas miradas que coexisten en la sociedad chilena.
El segundo órgano es un Consejo Constitucional de 50 miembros electos que –a diferencia de la Comisión Experta– está desproporcionadamente cargado hacia las derechas: juntos, republicanos y Chile Vamos reúnen 33 consejeros, es decir, están en condiciones de hacer una Constitución que podría terminar siendo representativa de una mayoría circunstancial. Aquí está, me parece, el fondo del asunto: ¿es conveniente para la estabilidad futura del país que la Constitución sea la imposición de un ideario sobre otro? ¿Pueden las mayorías pasar por alto a las minorías por el mero hecho de ser mayorías? ¿No fue ese el gran error de la Convención?
Por supuesto, hay muchas diferencias entre las prácticas radicales del proceso anterior y el actual. No obstante, por mucho que los republicanos hayan “bajado” algunas de sus enmiendas más identitarias, lo cierto es que su poca transversalidad ha repercutido en que una parte significativa de la población continúe alejada.
Y no me refiero a la izquierda radical, la cual –la verdad sea dicha– nunca estuvo realmente interesada en defender un proceso que, en su pensar, estaba demasiado constreñido por las reglas acordadas por el Congreso. Me refiero, más bien, a esos millones de personas que ya votaron rechazo una vez y que, según las encuestas, lo harían de nuevo en diciembre, y por las mismas razones: un texto desbalanceado está lejos de cerrar el capítulo.
Ahora bien, todavía resta algo de tiempo. ¿A qué aferrarse? Al menos a tres cosas.
Por de pronto, a partir del 7 de octubre, los expertos pueden retomar el espíritu de colaboración que derivó en el Anteproyecto. Son los mismos de antes y forman los mismos equilibrios. En segundo lugar, los consejeros republicanos deben entender que la estrategia confrontacional (ellos versus la izquierda) ha sido del todo ineficaz a la hora de apuntalar el “A favor”. Finalmente, la derecha debe comprender el evidente riesgo que corre al plebiscitar las ideas propias contenidas en el texto constitucional. El voto en contra debilitaría por largo tiempo la legitimidad de su discurso y de sus aspiraciones futuras. Sólo eso debería ser suficiente motivación para dirigir los esfuerzos a la construcción de un texto transversal.
Llevamos demasiado tiempo discutiendo sobre nuestra situación constituyente, y no cabe duda de que hay temas mucho más urgentes que enfrentar y resolver. Sin embargo, dejar esta puerta abierta y no aprovechar la ocasión para, entre otras cosas, sentar las bases de un sistema político menos fragmentado y más eficaz sería una verdadera farra histórica. Queda poco, pero la esperanza es lo último que se pierde.
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