Cada vez se oye con más insistencia que el país requiere “certezas”; que la ciudadanía no puede seguir viviendo en el limbo de la “incertidumbre”; que llegó la hora de fijar una hoja de ruta que nos lleve a algo “conocido y aceptado” por las grandes mayorías. Si bien el objetivo es atendible, me temo que el camino hacia la “certidumbre” puede tener distintas caras y significados. Y que, por eso mismo, hay que ser cuidadosos con el uso de los conceptos.
Suena obvio, pero vale la pena recordarlo: las sociedades complejas conviven tanto con certezas como con incertezas, es decir, con estabilidad y con altos grados de experimentación. Ello es así debido a la organización inevitablemente diversa de los grupos que las conforman y que coexisten en tiempos y espacios determinados.
Tomemos el caso de Latinoamérica: surgido de las cenizas de la revolución de independencia, la fisonomía actual del continente se ha debatido entre el ensayo y el error. El resultado muchas veces ha sido auspicioso. Es lo que sucedió en Chile, por tan sólo nombrar un caso, durante los gobiernos de la Concertación, cuyos cuadros de técnicos lograron una experimentación virtuosa entre crecimiento económico y equidad social. El ensayo, en esa oportunidad, terminó bien.
En muchas otras ocasiones, sin embargo, ha ocurrido exactamente lo contrario, en especial cuando a los experimentos se les trata como si fueran certezas o verdades rígidas. Cuestión que es problemática tanto política como metodológicamente: parafraseando al gran pensador Karl Popper, las certezas no son más que hipótesis provisionales, por mucho que nuestras verdades experimentales nos quieran convencer de lo contrario.
No sólo eso: las certezas tienen una alta carga de subjetividad. Creemos en ellas porque nos hemos convencido de su plausibilidad a lo largo de nuestra vida. Pueden ser el resultado de la convivencia pacífica y constructiva con otras personas, aunque también una sumatoria de conjeturas y deseos. Suelen estar, en ese sentido, sujetas al escrutinio de nuestros opositores y al dinamismo de la realidad material.
Sirva esta divagación para diferenciar, entonces, entre dos tipos de certezas. La primera dice relación con la búsqueda de ciertos acuerdos comunes para que las personas se desarrollen en un marco de relativa estabilidad institucional. Aun cuando nunca será posible vislumbrar del todo los acontecimientos futuros, las sociedades democráticas deben al menos aspirar a que sus miembros actúen en ambientes relativamente conocidos. El correcto funcionamiento del Estado de derecho es un buen ejemplo de cómo deben funcionar las certezas institucionales.
El otro tipo de certezas es, en cambio, menos dialogante, más parecido a una verdad taxativa (aunque se vista de experimento) que a una conversación sostenida entre partes iguales. Es de este segundo ejemplar que debemos precavernos, en especial cuando por delante tenemos la difícil tarea de construir un pacto constitucional que no sólo sea legítimo, sino transversalmente apoyado por una ciudadanía cada vez más heterogénea.
En estos días en que se han retomado las negociaciones para continuar el proceso constituyente (con todos los altos y bajos que eso supone) es conveniente no perder de vista esta diferenciación. Cuando los responsables de escribir la nueva Constitución se sienten a la mesa habrán de dejar algunas de sus certezas de lado y dejarse convencer de lo contrario. Muchos de los exconvencionales pecaron de excesiva soberbia, convencidos como estaban de que sus argumentos, y sólo sus argumentos, eran justificados y justificables. Popper, en otras palabras, brilló por su ausencia durante la discusión constitucional. Y las que no eran más que hipótesis de trabajo se transformaron muy pronto en verdades y certezas absolutas.
Tenemos, en definitiva, una oportunidad única (difícilmente habrá otra) de redactar un pacto constitucional que sea perdurable en el tiempo. Para ello, será clave aceptar la voz de los otros, ya que, como bien dijera el escritor Carlos Franz en una columna reciente, “en el proyecto constitucional que fue rechazado sobraron las certezas y escasearon demasiado las dudas”. La duda es, a veces, el mejor antídoto frente a los que no ven más allá de su propio convencimiento.
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