Sebastián Piñera convocó a centenares de nosotros al servicio público. Pensamos que dejar nuestras cosas de lado para acompañarlo en el gobierno era una manera de entregar, de devolver la mano. Pero hoy que ya no está —todavía cuesta creerlo— vemos con más claridad que al servir a Chile bajo su liderazgo, en las circunstancias que le tocaron –como si el destino hubiera elegido ponerle esos desafíos descomunales al país cuando él estaba a cargo, porque en manos de otro nos hubieran arrasado— fue mucho más lo que nosotros recibimos, que lo que entregamos.
Una forma de aproximarse a comprender a ese portento —a ratos ininteligible— que fue Sebastián Piñera, es mirarlo a través de su manera de lidiar con los límites. Le costaba tolerarlos, no se resignaba frente a nada que lo restringiera. Se rebelaba frente a los márgenes que le imponía la realidad y eso lo empujaba a expandirlos. Ahí estuvieron sus mayores logros. Solo alguien como él, con esa rebeldía, era capaz de superar lo que para muchos parecía irrealizable: sacar a 33 mineros de 700 metros de profundidad cuando todos, salvo él, lo creían imposible. Lograr que Chile consiguiera vacunas antes que los países ricos ¿a quién, si no a él, se le hubiera ocurrido tamaña osadía? O cuando en 2010 nos pidió levantar 40.000 mediaguas antes del inicio del invierno; no se puede, nos decían, pero se logró.
¿Cuánto bien hizo gracias a ese inconformismo? ¿Cuántas vidas cambió, cuántas salvó?
Ahora, como pasa casi siempre, la contracara de nuestros mejores talentos puede meternos también en aprietos. El Presidente —es cierto— podía a veces estirar las cosas más allá de lo necesario: en una negociación, abusando de su privilegiada memoria para recordar el nombre de un personaje histórico o una cita, o forzando una metáfora un poco más de la cuenta. Pero poner el foco ahí, considerando el tamaño de sus logros, siempre fue una mezquindad. Y criticar esa rebeldía suya frente a los límites, pero alabar las hazañas que ese rasgo hizo posibles, es una niñería. Es no entender que en la vida las cosas vienen en paquete, las luces proyectan sombras, los privilegios implican responsabilidades, nuestras fortalezas son a veces también nuestras debilidades. La naturaleza funciona de esa manera y las personas también. Incluso los más dotados.
Era un optimista. Y cuánta falta nos hará ese optimismo en el futuro. No era un ingenuo, que pensara que las cosas estuvieran destinadas a salir bien. Gracias a su inteligencia fuera de lo común, a su enorme experiencia y a la cantidad infinita de información que tenía en la cabeza, era capaz de ver la realidad como era, sin romanticismos, y entendía que una cosa es soñar un mundo mejor, y otra muy distinta era construirlo. Comprendía que las cosas no mejoran sólo por la voluntad de quien gobierna. Pero confiaba en Chile y su gente, y sabía por experiencia propia que, con visión y persistencia, podíamos moldear nuestro destino.
El Presidente tenía, y demandaba del resto, una disciplina intransable por hacer las cosas bien. La exigencia que aplicaba podía incomodar, erosionar la autoconfianza incluso, sobre todo de quienes tienen la piel muy delicada, se tienen a sí mismos demasiada estima, o cometían el error de abordar con él un tema mal preparados.
Pero detrás de esa exigencia, como un mensaje implícito, había una inspiradora confianza en sus equipos, en su capacidad de dar más, de ir más lejos. Y esa confianza iba desarrollando en sus colaboradores —a los que muchas veces delegaba responsabilidad siendo muy jóvenes— un rigor, un afán de superación y un gusto por el trabajo bien hecho que hacían la diferencia en los resultados y son un regalo para la vida profesional.
Trabajando con él se vivía una mezcla improbable, pero estimulante, de informalidad y ligereza en las formas, con una profundidad certera y práctica en la sustancia. Podía tener el nudo de la corbata a diez centímetros de su lugar, mientras discurría una fórmula que nadie había pensado para conseguir mejores condiciones en los contratos para comprar vacunas y prevenir muertes por el Covid. En eso Piñera estaba en las antípodas de muchos políticos que son solo liturgia, frivolidad, incompetencia.
Dicen que no escuchaba, pero no es verdad. Recababa información y argumentos de forma constante, casi obsesiva, antes de tomar una decisión. Y aunque a ratos le costaba reconocerlo, cambiaba de opinión frente a buenas razones. Pero no tenía paciencia para las decisiones tomadas a la ligera, para las réplicas ramplonas, ni para las obviedades. Y podía hacerlo ver de manera brusca. “¿Sabe o cree? Porque para creer, creo yo”, decía a veces con una pizca de humor (o sin ninguna, dependiendo de las circunstancias).
Aunque algunos digan lo contrario, Piñera tenía una capacidad excepcional de entender a las personas, identificar sus emociones, leer sus ambiciones. Si no fuera así, no hubiera sido todo lo exitoso que fue en los negocios y en la política, ni hubiera interpretado el sentir mayoritario de la población dos veces. En lo más personal, formaron con Cecilia Morel una familia unida, cálida y que fue su refugio en los momentos más duros. Tuvo amigos cercanos y leales por más de medio siglo. Se interesaba por los problemas personales de quienes tenía cerca y era el primero en llamar o dar una mano cuando se necesitaba.
Otra cosa es que —digámoslo así— sacó mejores notas en la universidad, de las que hubiera sacado rindiendo examen sobre el manual de Carreño. Pero inferir de sus ocasionales descuidos en los modales, una incapacidad de comprender, dar cariño y cuidar a la gente a su alrededor, es no conocerlo.
A ratos —es verdad— parecía no prestar mucha atención a la estética. (Salvo, claro, para admirar la belleza de su mujer). Y aunque siempre cumplió con estatura republicana los ritos propios de su cargo, muchas formalidades parecían ser para él restricciones superfluas y asfixiantes, pérdidas de tiempo y de recursos, otro límite impuesto contra el cual rebelarse.
El 2013 me llamó para nombrarme ministro del Trabajo en reemplazo de Evelyn Matthei, que asumía de improviso la candidatura presidencial. Yo estaba fuera del gobierno hace algunos meses y su llamada me encontró con un amigo, en jeans y polera, tomando un café. “La Evelyn ya está acá y quiero hacer el cambio de gabinete en media hora más”, me dijo. “Presidente, no llego en media hora. Estoy lejos de mi casa y tengo que ir a cambiarme de ropa”. Sin pensar, como diciendo, por qué se preocupa de esas cosas, me respondió “véngase directo a La Moneda no más, yo acá le presto un traje azul”. Improvisando, le di otra razón, y apelé a la familia, que para él era siempre lo primero. “Mi mujer y mis hijas no alcanzan a llegar y me gustaría que estuvieran y recordaran un momento tan especial”. Pensó un segundo, y un poco a regañadientes, me dijo “Ok, tienen una hora, pero apúrese”.
Por suerte lo convencí, porque con casi veinte centímetros más que él, haber jurado como ministro en el salón Montt Varas adentro de su traje azul, con todo el gabinete de testigo y la televisión transmitiendo en vivo, hubiera pasado de ser un momento memorable, a una escena —al menos en lo estético— para el olvido. Aunque no estoy seguro de que él lo hubiera notado.
Algunos sostienen que la resiliencia del Presidente, su capacidad de resistir las dificultades y volver a levantarse, era fruto de su insensibilidad. Como si estuviera anestesiado a las emociones y al dolor. Pero lo que el Presidente tenía era una capacidad fuera de lo común de tolerar la adversidad y de no dejarse doblegar, ni frente a los embates de la naturaleza, ni ante los ataques arteros de quienes estaban dispuestos a poner en riesgo la democracia con tal de conseguir sus objetivos políticos.
Quizás le costaba expresar sus sentimientos —como él mismo decía— o más bien los mostraba a su manera, que uno aprendía a conocer y apreciar. Pero en la intimidad compartía sus penas personales, y lo vi abatido, triste, sufriendo la soledad en que muchos lo dejaron—como si él fuera el culpable de todos los males— en los días más oscuros de la revuelta de 2019.
Sin embargo, a pesar de todo, de la tentación que otros hubieran sentido por aflojar, su tenacidad pudo más. Sabía que el costo para el país de un presidente que no termina su mandato era demasiado alto. Entendía su responsabilidad. Y su sentido del deber y su entereza eran más fuertes que el dolor que sentía.
Su partida deja un vacío que será imposible de llenar. Fue el líder más importante de la centroderecha en décadas. Incluso cuando no tenía cargos formales—senador, presidente de partido, Presidente de la República— ejercía su liderazgo tras bambalinas: estudiando los temas, definiendo estrategias, persuadiendo, ordenando a un sector endémicamente inclinado a la dispersión.
Modernizó y expandió las fronteras de la centroderecha. Logró, a pesar de los corcoveos de muchos, avances gigantescos en ámbitos que por años buscó monopolizar la izquierda: la defensa irrestricta de la democracia y la condena sin medias tintas a las violaciones a los derechos humanos de la dictadura; los derechos de las mujeres y los derechos de las diversidades sexuales; el cuidado del medioambiente, la lucha contra el cambio climático y la conservación; o las prestaciones universales en seguridad social. Después de sus dos gobiernos, nuestro sector tiene en estos ámbitos una trayectoria y una credibilidad que no tenía el 2010. Ese es un patrimonio político invaluable de cara al futuro, en sintonía con el Chile de hoy, e imprescindible para convocar a los sectores de centro y a las generaciones más jóvenes. Es ahora responsabilidad de los que quedamos construir sobre ese legado, inspirados en su ejemplo y sus enseñanzas.
Su muerte deja en muchos una sensación de orfandad. Porque siempre se podía echar mano a él para un consejo, una ayuda. Y porque en alguna parte uno sentía que en los momentos difíciles él estaba —hasta el último día y a pesar de todo— a cargo, llenando el vacío. Para los que tenemos edad para ser sus hijos, ocupaba un espacio casi paternal, y para los menos jóvenes, de hermano mayor o capitán de equipo.
A muchos nos cambió la vida, literalmente, y seguirá ocupando en nosotros un lugar esencial, incluso cuando hayan pasado años de su partida. Tenemos con usted una gratitud infinita.
Y no lo digo solo por los que trabajamos con usted, Presidente: si viera como están hoy las calles de Chile para despedirlo, entendería a que me refiero.
Descanse, Presidente. Se lo merece.
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