Siempre impecablemente maquillada y peinada, los labios siempre recién pintados, siempre impecablemente articulada, preocupada, indignada, concernida, Macarena Ripamonti no es solo una de las pocas figuras de Revolución Democrática que no se ha hundido con su partido. Quizás por eso mismo es una de las figuras jóvenes más prometedoras de la política chilena.
Quizás la fórmula se base justamente en que no insiste en ser joven ni menos inexperta, sino ejecutiva, certera, ageneracional. Aperrada, trabajadora que tuvo que pagar sus estudios vendiendo en el retail, sintoniza con una población de mujeres que no bajan los brazos, pero que no por eso dejan de preocuparse de verse impecables para las fotos.
Macarena Ripamonti, que nació Macarena Molina y fue también alguna vez la DJ MacaRip, entiende la necesidad desesperada de los viñamarinos -después de 17 años de gobierno de Virginia Reginato- de tener a una alcaldesa que no da lecciones de vocabulario a nadie, y que está siempre preparada responder largas preguntas en su Live de Instagram.
Y, sin embargo, el socavón. El edificio Kandinsky a punto de caer sobre las dunas en que nunca se debió construir. Escándalo que Maca Ripamonti denunció cuando era candidata y contra el que siguió indignándose cuando se convirtió en alcaldesa sin lograr remover a quien parece ser el autor intelectual de muchos de estos despropósitos, el sempiterno director de Obras, Julio Ventura.
Más de 40 años en el mismo puesto, autorizando los más fantasiosos adefesios urbanos. Un nombre entre otros, para ser justo: constructoras, Ministerio de Obras públicas, normativas medioambientales, en un escándalo que todos vimos, denunciamos, temimos, pero que parece que hemos decidido reparar solo cuando ya es irreparable.
La dificultad de la alcaldesa para remover a los que desde su campaña misma decía que había que remover, para impedir lo que siempre le pareció que había que impedir, habla de dos problemas graves que aquejan al Frente Amplio, aunque no son exclusividad suya. El primero es la dificultad de pasar de la impugnación a la decisión, desde la denuncia al anuncio.
Como la mayor parte de su generación, Maca Ripamonti viene de la universidad donde estudió al menos dos carreras y le esperaba un futuro promisorio. La universidad, para bien o para mal, es el lugar justamente en que se sabe siempre lo que habría que hacer, pero donde propiamente no se hace nada. Es decir, se estudia, que no es poco, se analiza, que tampoco es poco, pero las complejas trabas burocráticas, históricas, sociales, que impiden el actuar, no son parte de la cátedra.
El profesor lo ve todo claro porque es su trabajo enseñarlo, el político ve todas las fallas en ese estudio porque tiene que tomar decisiones y porque sabe que muchas de esas son difíciles de enseñar, porque depende de un grado de ambigüedad e incerteza que los paper no reflejan.
Macarena Ripamonti tiene la capacidad pedagógica indudable de explicar los problemas de manera clara y contundente. Hay algo en ella de actriz que le permite encarnar la preocupación, la urgencia, la decisión, aunque muchas veces esta sea más complicada y menos efectiva de lo que le gustaría hacernos creer. Sabe comunicar y comunicarse, que no deja de ser, en una sociedad en que la información lo es todo, esencial.
Pero al mismo tiempo le toca gobernar una municipalidad lastrada por décadas y décadas de corrupción más o menos evidente: malos alcaldes, mucho dinero circulando, un festival de la canción que da una alta visibilidad al edil pero lo convierte en un artista más que debe administrar egos, agentes y muchos millones.
Súmele una comuna que ha crecido de manera descontrolada por todos los lados, por donde no debía crecer, con una pobreza encubierta que cada cierto tiempo se incendia, se inunda o cae de los cerros. Una comuna que no se reconoce en el espejo porque no cabe en ninguno, reflejo privilegiado de un país que hizo lo mismo: crecer en las quebradas y las dunas que no debían, esperando que el socavón les recuerde la fragilidad de su lugar en el espacio y el tiempo.
La forma descomedida y absurda en cómo hemos construido nuestro crecimiento, es algo de lo cual Macarena Ripamonti, que ha dado su muy armónica cara todas las veces que ha podido, es completamente inocente. No edificar sobre la arena es una advertencia bíblica que cualquiera que haya ido a misa alguna vez sabe de memoria. Llamar Kandinsky, el autor del imprescindible manual Bauhaus “Punto y línea sobre un plano”, a un edificio que no respeta ningún principio de equilibrio entre las formas es una muestra más del poderoso sentido del humor que convoca el desastre entre nosotros.
Lo cierto es que, sabiendo que podría terminar mal, alguien permitió la construcción, y otro construyó y otros compraron lo construido y otros más lo dotaron de un alcantarillado que agrandó el agujero en la arena. Lo importante era mirar el mar. En un país en que lo peor siempre sucede, resulta aún extraño que no se haya pensado que podía terminar en ese mismo mar.
La culpa la tiene el centralismo que toma decisiones desde Santiago ignorando las regiones, y el regionalismo que deja en manos de la corrupción provincial la mayoría de los grandes problemas. La culpa la tiene el capricho político que cambia los funcionarios cuando quiere y la inmovilidad de los funcionarios que convierten sus oficinas en pequeños feudos invencibles. La codicia y la miseria, las políticas sociales y las antisociales, la falta de políticas ambientales o el exceso de contradicciones en ella. Todo eso y más se puede decir, lo cierto es que otra cosa es con guitarra, y más aún con guitarra eléctrica.
En ese sentido se puede culpar de muchas cosas a la alcaldesa Ripamonti, pero no se puede olvidar que la tarea que ha decidido emprender, a la mayoría de nosotros nos espantaría siquiera pensar en empezarla. Es quizás lo único que no se le puede criticar a la generación de la que viene: han tenido la valentía que mi generación no tuvo y que por lo visto no tendrán sus hermanos menores, de estar donde nadie en su sano juicio quería estar. No basta hacer las cosas, hay que hacerlas bien, pero los que no lo hacemos nos vemos libres del dilema de equivocarnos, pero también del placer de acertar.
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