La ministra Jeannette Jara le ha dado con las 40 horas una victoria que el gobierno necesitaba con desesperación. Una medida que conecta con el sentido común de los chilenos y que consiguió ser ley gracias a un amplio acuerdo que en apariencia parecía imposible, pero que la actitud de la ministra, dialogante, paciente, pero al mismo tiempo persistente y resuelta, hizo posible.
Los méritos personales de esta hija del Cortijo (Conchalí), que estudió Derecho de noche mientras subía de a poco los escalafones de la carrera fiscal en el apasionante mundo de los fiscalizadores de impuestos internos son indudables. Pero esta victoria es también la comprobación de que la única salvación de nueva izquierda es la antigua. Que las nuevas maneras de encarar la lucha social o política no han conseguido, ni al parecer conseguirán, cambiar nada si no se arraigan en las antiguas.
El líder empresarial Juan Sutil, con el que la ministra consiguió una relación de confianza mutua basada en la sinceridad, que los dos ejercen sin tapujo, cree que Jeannette Jara es de un “comunismo mas moderno”. Se equivoca. El éxito de la ministra se basa en que, formada en la poco estimulante política estudiantil de los 90′, es un cuadro clásico del comunismo chileno, ese que imperó hasta los 70′. Solo bastaría para probar esto último compararla con comunistas realmente modernos, o posmodernos más bien, como Daniel Jadue e Irací Hassler, protagonista esta última de otra serie de “errores no forzados” que parecen más bien un verdadero esfuerzo por cometer errores (que no se sabe aún si son solo errores).
La nueva izquierda y sus hermanos pequeños los woke, piensa como sus hermanos mayores de la tercera vía, que la lucha de clases está superada. El lema del manifiesto de Marx y Engel “Proletarios del mundo, uníos” le resulta poderosamente inútil, porque los proletarios de hoy tienen auto y casa propios. O al menos creen tenerlas, porque son ambos del banco del que son también ellos patrimonio.
Así la nueva izquierda encuentra un verdadero placer en dividir las clases sociales en subclases y tribus clasificados a su vez ellos en sexos, edad, peinados, y canción favorita. Daniel Jadue enfatiza su origen palestino, Irací Hassler le da alas a lo que Marx llamaba el “lumpen proletariado”, el enemigo mayor de la revolución.
Jeannette Jara en cambio heredó de Camila Vallejo un proyecto de ley que le resulta necesario a todos los trabajadores sin importar su origen étnico, religioso, o su condición sexual. Una ley que vuelve a esa olvidada palabra la del “trabajador” que la izquierda estudiantil y sus aliados los jubilados pauperizados, han mirado desde un tiempo con desprecio.
La manera de conseguir que la ley se aprobara es también propia del comunismo clásico chileno. Como los evangélicos en las cárceles, los comunistas solían ser abstemios, o al menos sobrios, austeros, aburridos muchas veces, pero empeñosos hasta la majadería en el objetivo propuesto, que casi nunca era meramente personal.
Jeannette Jara abrió comisiones de trabajo, pidió informes, paso largas horas negociando con los gremios, y los grupos parlamentarios. La sonrisa tan chilena, la actitud afable que la caracterizan, no puede esconder que un trabajo tan sistemático y paciente solo puede nacer de una especie de fe religiosa. Es lo que hace el comunismo tan efectivo y peligroso. Es como el islam, una forma de pensar unida con una forma de actuar, el leninismo, que no proviene del todo de la cultura occidental liberal o romántica, sino de cierta tendencia muy propia de los rusos a los maximalismos de toda especie.
Dirigidos hacia objetivos bien delimitados, y sin darle nunca demasiado poder, el comunismo puede conseguir milagros que nunca conseguirán sus enemigos históricos reales, los anarquistas e “izquierdistas” de todo pelo. Quizás porque su relación con el poder es menos laberíntica que para el resto de la izquierda. O más bien porque el poder no es nunca para ellos un asunto meramente personal. O lo es solo para esos líderes dementes, de Mao a Fidel pasando por Stalin. Esos líderes que aprovechan justamente la paciencia y lealtad que le enseña los cuadros políticos del comunismo, en los respectivos controles de cuadros y purgas.
El comunismo tiene muchos crímenes y olvidos, pero generalmente no cometían las imprudencias inmobiliarias de la alcaldesa de Santiago y los dislates verbales constantes del alcalde Jadue. Un caso de deslealtad e “infantilismo revolucionario” que le hubiera costado, cuando los comunistas sabían serlo, un paseo a algún campo de reeducación o más sencillamente una expulsión de la orgánica de un partido donde parece militar para puro molestar a alguna tía o abuela.
Así las 40 horas laborales consiguieron ser ley justamente porque un cuadro clásico del partido comunista no cuenta la cantidad de horas que trabaja al día. No las cuenta porque su militancia es una forma de fe y la fe no conoce los horarios. Es lo que le falta a la mayoría de los chilenos, fe en su trabajo, que la mayoría vive solo como una balsa de sobrevivencia. La fe, creo yo, es el problema esencial de la izquierda. Los comunistas creen en algo que yo pienso errado, pero su fe tiene una iglesia que ordena el fervor. A la nueva izquierda le falta fatalmente eso. La creencia personal muere o se exagera con el tiempo, solo una iglesia puede permitir seguir creyendo cuando los milagros y los mesías no llegan.
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