Solo sabemos una cosa a ciencia cierta: Si “Don” Héctor Llaitul no quisiera estar preso, no lo estaría. La tranquilidad con que se entregó en Cañete, después de terminar su almuerzo lo dice todo. También dice algo de lo que quiere conseguir la seguidilla de declaraciones en las que se burló de los “plurinacionalistas”, despreció al gobierno de Boric, desautorizó a los historiadores José Bengoa y Fernando Pairican, y no ahíto de lo anterior, declaró que vendía madera para comprar armas.
Llaitul está preso porque quiere estarlo. ¿Qué quiere lograr con ello? Lo que le sucedió a la desventurada ministra Jeanette Vega da luces sobre su estrategia. Llaitul lleva semanas tratando de dejar en claro que en la Araucanía no se mueve ni una hoja sin que él lo sepa. La filtración de la torpe llamada de una calcetinera ministerial reafirma ese poder. El desprecio por la política chilena, su gobierno y su proceso constituyente, se hace visible en su forma de tratar a la funcionaria ministerial, como si se tratara de una llamada spam. Su capacidad de botar una ministra sin mover ni una ceja, prueba que sigue siendo el político más hábil al sur del Biobío.
La cárcel, la llamada, la filtración, el rol de la PDI, las declaraciones, nada de eso es casual, porque todo en el único líder mediático de la resistencia armada mapuche es siempre un signo. Un Werkén disfrazado de Weichafe, porque ésta es su arma favorita, no las pistolas o los fusiles que dice comprar con las maderas que “recupera”, sino el manejo de una imagen que nadie en el sur puede dejar de temer y admirar al mismo tiempo. Un botón de muestra: La manera ambigua, resbalosa o francamente cómplice con que los líderes moderados del mundo mapuche se han referido al líder de la CAM. ¿Sera tanta la bondad de Cayuqueo, Loncón o Millabur de dar la otra mejilla a quien sin contemplación lleva años ridiculizándolos? ¿Cuánto miedo hay en la admiración que no pueden dejar de profesar por quién fue un eslabón esencial en la historia de la reivindicación mapuche?
Ante la prensa chilena, Héctor Llaitul se presenta como un hombre de pocas palabras. Lo ayudan en la creación de su personaje de guerrillero inconmovible, su rostro de aspecto felino que atrae las otras miradas como un imán y la cinta azul con que cubre su frente. Algo de puma en sus ojos, con los párpados a media asta y una sonrisa muy escondida en los bordes de sus labios finos.
Sexy, sobre todo para el gremio periodístico que tanto le excita la clandestinidad. Sexy, lo vemos ahora, también para cierta centro izquierda que cree poder domar al indomable, convencerlo de ser chileno, pagar sus impuestos a tiempo y tomar tecitos con ellos en sus comunidades de Castillo Velasco.
Esa manera de querer construir un Llaitul “bueno” que dejará las armas cuando sepa lo mucho que lo queremos, es una prueba de no han comprendido nada de Héctor Llaitul. Basta escucharlo dar conferencias ante periodistas extranjeros para ver aparecer un Llaitul distinto al hombre duro y parco que la prensa chilena cree entrevistar. O quizás vuelve a ser el mismo, el osornino que descubrió en Valparaíso qué significaba ser Huilliche. Un estudiante de servicio social que empezó a leer a escondidas de sus profesores muchos libros de sociología y antropología mientras militaba en el MIR primero y en el FPMR después. Entera toda la bibliografía de un marxista de los años ochentas con todos los huecos, baches y malas traducciones que la vida clandestina implica.
Héctor Llaitul, muy lejos de ser un cabeza de pistola, es un hombre tranquilo, perfectamente articulado. No hay rastro en su castellano de bilingüismo. Vive en el campo, pero su cabeza es completamente urbana, absolutamente occidental, para no decir en gran parte alemana, con algunos conceptos de anticolonialismo norteamericano. Es hombre del siglo XX, el de los grandes relatos históricos, preso del siglo XXI y su posmodernidad sentimentaloide. Educado en la lucha antidictatorial, Llaitul es el puente entre ambos mundos, el siglo XX y la lucha de clase, y el siglo XXI y sus afirmaciones identitarias. Una alianza imposible, porque en el centro del análisis marxista está justamente la idea de que la visión romántica de la etnia y las razas es una forma de dividir y dominar al proletariado y mantenerlo en la miseria.
Un análisis frío debería hacerle ver a Llaitul, que Marx tenía algo de razón. La lucha de resistencia armada mapuche solo ha logrado empobrecer a su pueblo, radicalizar a la derecha local (que gana todas las elecciones), y conseguir hacer odiosa para muchos, una causa justa. Desde cualquier punto de vista que no sea el de la sobrevivencia, Héctor Llaitul no está ganando ninguna guerra. El hecho de que tampoco la está ganando el Estado chileno es un pobre consuelo. Nada de glorioso hay en ese empate a cien goles. Donde no hay Estado ni revolución sigue habiendo poder, el poder crudo y duro del dinero. Algo ganará Llaitul en la pasada, pero no puedo dejar de pensar que en sus pesadillas sabe que alejó a su tierra del capitalismo para llevarlo de vuelta al feudalismo. Que ese Don Héctor, es cada vez más el “Don” de Don Corleone.
¿Para eso lucho toda su vida? ¿Para eso todo ese riesgo, todo ese miedo, para convertirse en el servicio de seguridad de los traficantes de madera? ¿Tanta reivindicación, tanta autonomía para ver en la tele a los peñi de la Convención cantando la canción nacional chilena como si nada? ¿Tanta clandestinidad para negociar como se pueda con forestales que no están cerca de arruinarse o rendirse?
Y la edad que no perdona, y saberse de otra época, cuando ser comandante era comandar y donde las palabras pesaban algo, y donde no pasaban los jóvenes cuicos (ucranianos, excuras, estudiante de antropología varios) cuestionando tu autoridad. ¿Cómo volver a ser el líder incuestionado de un grupo cada vez más sordo e irreductible? Ante ese cuadro finalmente desolador, la parte de Héctor Llaitul que piensa aun de manera dialéctica, no puede dejar de ver en la prisión una forma de escape. Una estrategia de contención de los suyos y también unas merecidas vacaciones, por fin lejos de los grupos de jóvenes pistoleros henchidos de marihuana. Lejos de las cavilaciones de los viejos lonkos que sospechan y su desconocimiento total de las obras de Trotsky, Bakunin y Laclau.
Libre de la clandestinidad, Héctor Llaitul puede vivir en la cárcel un minuto de heroísmo, algo de épica que le reclame su nombre: Héctor, hijo de Príamo, que llaman en la Ilíada “el domador de caballos”. Rehén de su causa, pudo estar respirando en la cárcel algo de libertad con inesperada tranquilidad.
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