Es difícil encontrar alguien que hable mal de Carlos Montes. Comedido, suave, firme a veces, ha estado en la política más o menos desde siempre sin mancharse casi nunca con ella. Ex Mapu, de los que se quedaron en Chile y sufrieron la tortura, luchando a partir de ese dolor por la democracia de todos, sin revancha y sin olvido. Georgiano y cercano a los jesuitas, lo caracteriza una mirada social nacida de la acción en este campo en la comuna de La Florida, su territorio de predilección.
Escribo esto en presente, aunque debería escribir todo esto en pasado. Porque en todo lo que destruyó esta diosa Kali de la nueva izquierda está la reputación hasta hoy impecable de Carlos Montes, enredado hasta el cuello en las fundaciones y los convenios y otros contratos más que raros de lo que no ha sabido dar cabal explicación (y del que recién se está enterando de su envergadura).
¿Se le puede exculpar de todo por ello, como hacen sus compañeros de generación? Todo indica que no. No saber todo lo que cada día revela no saber, es ya una falta inexcusable. Dejar hacer es también hacer, sobre todo si se tiene tan amplia y destacada trayectoria. Todo eso agravado por declaraciones contradictorias y súbitos ataques de franqueza, matizados con otras declaraciones en que se busca culpar a un conejo, cualquier conejo que va pasando, del incendio del bosque gubernamental.
¿Es el mismo Carlos Montes de siempre, el probo, el comedido, este profesor distraído que sabe tan poco de lo que pasa en su ministerio? Sí y no. No hay nada hasta ahora doloso en lo que Carlos Montes ha hecho, pero hay mucho de un pecado casi inevitable para todos los políticos que se respetan: la soberbia de creer que se les podía enseñar a toda una generación nueva de políticos cómo hacer bien las cosas.
Esa idea, la de venir de enseñar a los nuevos, implica la idea de que uno es dueño de su experiencia vital cuando se es apenas un arrendatario de ella. Porque Carlos Montes se equivocó también mucho a la edad de sus jóvenes amigos, aunque no lo hizo desde La Moneda.
Porque había jóvenes en la UP, y algunos problemas de esta se los debemos a ellos, pero gobernaba aún algo parecido a la experiencia. Se equivocaron las canas también, por cierto, pero pagaron muchas veces con su vida por sus errores sin culpar a nadie más, con esa solidaridad de partido que ya no existe ni por asomo. Porque los adultos pueden ser tan tontos como los niños y tan torpes como ellos, pero los adultos tienen la culpa y los niños no.
Carlos Montes pensó que sería una falta de generosidad tremenda no colaborar con un gobierno que comulga con sus ideas. Eso habla, por cierto, bien de él. Pero se le olvidó comprender la naturaleza de la nueva política, determinada por el nuevo tipo de relaciones sociales que las redes configuran.
La corrupción no es nueva, y a Carlos Montes le tocó desde la Cámara ver y sancionar muchos casos, pero el sentido de la responsabilidad, la noción de militancia y de dirigencia es completamente distinta que en su época, que en cualquier época. Si ayer se podía morir o matar por los amigos, hoy se puede matar o dejar morir a los amigos solo para sobrevivir un poco más, siempre más.
Con todo Carlos Montes no es una víctima del todo de esa nueva forma de hacer, o de deshacer, la política.
La condescendencia con que los mayores trataron a los jóvenes, la distante seguridad con que se les dejó el beneficio de la duda, son parte de este huracán que podría haberse evitado si cada uno hubiese guardado su lugar y no hubiese concedido por conceder razones que no siempre compartían.
No hay mejor forma de enseñar que rebatir, debatir, distinguir. Ser joven no es un permiso para no saber lo que se hace, pero ser viejo tampoco es un permiso para no saber lo que están haciendo los que trabajan contigo. Está bien que los profesores enseñan, pero, cuando lo hacen, renuncian a gobernar. El que gobierna tiene siempre la edad del poder y no puede pedir por ello ninguna amnistía.
Por lo demás, el regaloneo es una forma gentil pero implacable de crueldad. Nadie que lo ha sufrido termina por agradecerlo jamás. El hecho es que no se viene a La Moneda ni a aprender ni a enseñar sino a tratar de dar a un país atrapado en la desconfianza y la escasez alguna salida que no se ve por ninguna parte.
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