Una mala reforma o política pública tiene al menos una de las cuatro características siguientes: una motivación o sesgo ideológico que un sector político trata de imponer a los demás; un mal diagnóstico y por ende un mal diseño técnico; es refundacional e ignora la conveniencia de avanzar gradualmente desde la ley o sistema que intenta mejorar, también conocido como reforma big-bang; un apresuramiento político en la implementación.
El Transantiago califica para un big-bang que tuvo un serio error de diagnóstico y diseño respecto al comportamiento de los usuarios, y el primer gobierno de Michelle Bachelet se apresuró en la implementación a su llegada. El sesgo ideológico en la reforma educacional de Bachelet II, que eliminó el lucro y el copago en los colegios subvencionados y creó los Servicios Locales de Educación Pública (SLEP), tiene a la educación pública por el suelo y a toda una generación de niños en la encrucijada. La reforma tributaria original de 2014 pretendió un cambio refundacional del sistema vigente entonces de base retirada, técnicamente mal diseñado e imposible de implementar, que desincentivó severamente la inversión y enfrió la economía.
El Gobierno envió al Congreso el 21 de diciembre un conjunto de indicaciones a la reforma previsional que en la práctica implica un nuevo proyecto de ley, que modifica significativamente el proyecto original enviado el noviembre de 2022. Ambos comparten las primeras tres características de una mala reforma, y en esta ocasión también se adiciona la cuarta: el apresuramiento en la tramitación. Vamos por parte.
Es evidente que el sesgo ideológico original inspirado en la demanda de No+AFP, lo que persiste como una obsesión. Al introducir ahora una empresa pública, el Inversor Previsional Estatal (IPE), combinado con la licitación de stock anual del 10% de los afiliados y cartera, que además es subsidiado por el Estado en sus gastos de operación, el riesgo de que el sistema converja hacia una participación excesiva del Estado en el manejo de cientos de miles de millones de dólares de los trabajadores es enorme. Así imposible que inversores privados se interesen, pues simplemente no pueden competir, y es cosa de tiempo el drenaje de los fondos hacia el Estado. Simplemente una estatización encubierta de los fondos de pensiones de los trabajadores.
El mal diagnóstico y diseño abunda tanto en la reorganización industrial como en el nuevo Fondo Integrado Previsional (FIP). La separación industrial propuesta incrementará los costos de administración, pues no existen las economías de escala que la justifiquen, además de oscurecer el financiamiento del sistema al traspasar al Fisco los costos del nuevo Administrador Previsional, un monopolio privado creado por licitación a plazo fijo, que es sabido no puede invertir y producir con la eficiencia y calidad de un proveedor de servicios de horizonte indefinido.
Por su parte, el nuevo sistema de reparto, que toma un 4% de las cotizaciones de los trabajadores en la forma de un impuesto al trabajo, empeora aún más las pensiones de largo plazo para la clase media, relativo a si se cotiza el 6% en capitalización individual, aun considerando los beneficios de pensión mínima garantizada y de compensación de género. En efecto, según estimaciones estilizadas de este autor, el proyecto original de cuentas nocionales perjudicaba a 7,7 millones de afiliados en el largo plazo y beneficiaba a 3 millones de afiliados. El nuevo proyecto empeora a 8,8 millones de afiliados en el largo plazo y beneficia a solo 1,9 millones. Es un populismo irresponsable pretender beneficiar a los actuales pensionados y segmentos ya protegidos con la PGU a costa de todas las pensiones de las futuras generaciones de clase media. Un mal diseño por donde se le mire, un retroceso al sistema de reparto del siglo XIX, que colapsó en el siglo XX y que no se compadece con la necesidad de ahorro del siglo XXI.
Finalmente, derivado del sesgo ideológico y su pretendido objetivo de terminar con la industria de AFP, la propuesta es radical y refundacional, ignorando los avances y logros del sistema, especialmente su contribución al financiamiento de la inversión y aporte al crecimiento de Chile.
El apresuramiento que se observa en el Congreso para votar sin más este complejo proyecto, sin el análisis de sustentabilidad del FIP, sin los resguardos y correcciones que impidan que el sistema termine por completo en manos del Estado, es inexplicable. “Las prisas pasan y las cagadas quedan”, como nos recuerda la frase del connotado exdirigente gremial, Felipe Lamarca. Nada más alejado de una buena propuesta de política pública. Los legisladores propensos a avalar este pésimo proyecto tienen la última palabra.
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