No son treinta pesos, son treinta años. La consigna, una de las tantas que proliferaron durante el estallido social de 2019, fue la elegida por las fuerzas emergentes e impugnadoras para convertirla en eje de acción política: en torno a ella explicaron el estallido y con ella apuntaron a todos aquellos que, a partir de entonces y de manera sumaria, debían abandonar la escena política para darle paso a las vanguardias organizadas del pueblo que había despertado.
Apanicados por la pira ardiente, las fuerzas políticas responsables de esos treinta años optaron por abandonarlos. Entregaron su defensa a una derecha emergente y una reformada, cuyos liderazgos se enfrentaron en una primaria que dejó al más emergente de todos ellos a la cabeza de la coalición. Los más inflamados en la izquierda, en tanto, se orientaron a una victoria que no solo demolería los cimientos de esas tres décadas, sino que lo haría de forma “hermosa”.
Pero las primarias dijeron otra cosa y lo que sería un choque entre los demoledores y los defensores de la vía chilena a la democratización se convirtió en la disputa entre dos hijos de la Concertación, a los que a corto andar se le sumó una hermana mayor. Y mientras ellos peleaban cuál de las formas “no es la forma”, los adelantó por la derecha el único discurso genuinamente crítico para con octubre, su ética, su estética y, sobre todo, para con la contumacia de sus cultores en exprimir ese limón por dos años en los salones, las campañas y -sobre todo- en la calle.
José Antonio Kast logró en breve plazo copar el imaginario de la derecha, sacándola de un interregno pragmático en el que entró desde que eligió al primer Sebastián Piñera y que la llevó a rendirse de forma sucesiva ante figuras cuyo carisma, biografía y/o ubicación en el espectro político pasó a ser más importante que la identificación con su electorado. Pero no se quedó ahí, la demanda por certezas y por orden, contracara previsible de las revueltas callejeras, el desplome del Gobierno y la enfermiza autorreferencia del conjunto de la clase política, convirtió su discurso de orden, religión y restauración en la contraparte definitiva para la retórica de la transformación.
Llegamos así a una segunda vuelta polarizada y que se presume estrecha, en la que buena parte de su potencial movilizador será negativo: los que se movilizarán contra Boric y los que lo harán contra Kast. Muy probablemente, esa energía logrará teñir también mucho de los discursos de endoso y respaldo de los perdedores y, dado que los tiempos de campaña son estrechos, una parte importante de lo que en teoría está en juego en esa elección se organizará de esa forma.
La primera lección de esta primera vuelta es para las fuerzas emergentes. La abrumadora mayoría social a la que presumiblemente representaban no se manifestó de esa manera en la elección. De hecho, aunque la motivación y perfil de sus electores son los más complejos de escrutar, el tercer lugar de Parisi hace difícil imaginar que las grandes masas son refractarias a los discursos de orden y al populismo de características autoritarias. Una mala lectura de esas preferencias los podría llevar a ofender a vastas mayorías y terminar dándoles una razón para manifestarse nuevamente en la segunda vuelta.
Será difícil, pero toda la retórica del facho pobre con la que se resume el desprecio progresista hacia las masas cuando le dan la espalda no servirá para explicar esta derrota, ni mucho menos para organizar una campaña capaz de darle la vuelta. Esas masas, hasta hace poco iluminadas y trasformadoras, en una proporción muy relevante no identificaron el cambio con la izquierda.
Pasar por alto que, al mirar hacia arriba hay un candidato de derecha y al mirar hacia abajo hay un populista de discurso anti-político -ambos con marcados tintes autoritarios-, podría dejar a la izquierda confiando su destino a un designio del tipo “esto no prendió cabros”.
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