El primer proceso constituyente fue una masacre en términos de dominación política. La izquierda (sin contar a la centroizquierda) tuvo suficientes votos para pasar la aplanadora. Con el quórum de mayoría simple propuso, aprobó, y rechazó lo que quiso en las comisiones, y con el quórum de dos tercios hizo lo mismo después pero en el pleno. Así, el documento completo, casi sin excepción, fue producto de un sector y nada más que un sector.
Obviamente el desbalance se tradujo al documento. En vez de proponer un documento minimalista, moderado y neutral, los constituyentes propusieron un texto maximalista, sesgado y partisano. Alejado de la tradición social, política y constitucional del país, buscaron cambiarle el rostro institucional al país, eliminando tradiciones, agregando culturas, y sellándolo todo con un candado que haría imposible retroceder a algo más sensato.
Parte del fracaso posterior, en el plebiscito, se explica por la ambición de los constituyentes. Pero sería injusto, al menos incompleto, culparlos solo a ellos. El fracaso también les pertenece a sus partidos, sus coaliciones y a su gobierno, que los alentaron a seguir adelante. Por medio de acciones u omisiones permitieron y justificaron que el texto, sesgado como estaba, llegara al plebiscito y se rechazara.
El trauma de la derrota perdura hasta hoy. Quienes enarbolan la idea de que hay que salvar este segundo proceso, lo hacen mencionando el fracaso del primero. Entendible, cómo no hacerlo. Lo curioso, sin embargo, es que la velocidad con que se ha instalado la idea de que no hay otra alternativa que derechamente pasarle las llaves del proceso al Congreso, casi como si no hubiese otra forma de seguir adelante.
Es curioso, primero, porque la crítica viene principalmente del sector que ha pedido respetar la voluntad popular a toda costa. Se podría especular que con el fracaso del primer proceso aprendieron la lección, pero más probable es que solo sea un asunto de conveniencia política; quieren cerrar este proceso administrativamente porque no les conviene que se apruebe en las urnas. Legítimo, pero altamente inconsistente con la idea de neutralidad con la cual se presentan.
Sin una oposición constructiva, quienes controlan el proceso deben saber que tienen en sus manos una decisión. Por una parte, permitir que el texto siga su su curso natural y arriesgar ser la clausura anticipada o la derrotada en las urnas, y por otra parte, hacer lo que no hicieron los constituyentes anteriores y moderarse para neutralizar las críticas y de ese modo acercarse a la posición del votante mediano.
Por supuesto que hacer lo segundo no es fácil. Es más fácil dejar de hacer que hacer. Y es claro que hay buenas razones por parte de quienes controlan el proceso para dejar de hacer. Quizás, como sus predecesores, ven un dilema moral en no hacer todo lo posible para plasmar sus convicciones en la Constitución. Quizás como quienes apoyaron el texto anterior en silencio creen que últimamente serán las personas las que deben decidir.
Pero también es cierto que hay buenas razones para actuar (para moderarse y neutralizar las críticas). Para comenzar, sería una solución práctica a un problema real. Es evidente que se seguirá empujando la idea de una nueva Constitución hasta que al menos que se apruebe una nueva Constitución. Hacer un consenso ahora, sería un esfuerzo honesto por terminar un debate que se está consumiendo lo mejor del país.
Pero dado que es probable que el debate no se detendrá ni aunque se apruebe el texto que se está escribiendo ahora, hacer un consenso, también se puede considerar un esfuerzo defensivo oportuno para prevenir un ataque en el futuro. Conceder sería potenciar la posibilidad de aprobar un texto relativamente difícil de cuestionar. Si el texto es moderado y comulga con la mayoría, cuestionarlo se vuelve tanto más complicado.
Pero el mejor argumento para conceder, desde la perspectiva de quienes hoy controlan el proceso, es para evitar ser marginados del todo. Si el proceso se suspende o si el texto se rechaza, se volverá a iniciar un nuevo ciclo. Y si algo enseña el pasado es que la alternancia tras el fracaso es impostergable. Cada sector tiene su turno. Este es el momento de la derecha que controla el proceso, pero después será de otro.
Si Republicanos abdica de su capacidad de influir ahora, estará potenciando la posibilidad de que su oposición se haga cargo del proceso después. Desde la perspectiva lógica, no tiene sentido. Por el contrario, lo que tiene sentido es que se someta a los consensos necesarios para preservar su margen de acción. Lo que le conviene es abrochar el proceso apenas pueda para que no tenga que transferírselo a su oposición exacta mañana.
Es importante entender que la magnitud del consenso es menor a lo que se presume que podría ser. La mayoría de las críticas que se le han hecho al documento es por lo que ha ingresado al borrador, no por lo que ha faltado ingresar. Así, la reparación pasa más por retirar adiciones y no agregar omisiones. Por lo mismo, el costo de conceder es más bajo de lo que se cree. Bajo la raya para la suma quedaría una propuesta más sencilla y aprobable.
Lo que en el proceso anterior era visto como un sacrificio imposible, una traición al pueblo o incluso como un retroceso civilizatorio, hoy se puede ver como una decisión racional. Los beneficios de moderarse son más altos que los costos. Si Republicanos entrega un texto más moderado que finalmente se aprueba, habrá ganado. Si entrega un texto extremo que finalmente se rechacé, quedará a la par con los constituyentes del proceso anterior.
Republicanos puede jugársela con el texto que están construyendo y ganar en las urnas. No es imposible, pero es improbable. Moderarse, por el contrario, no solo incrementaría la posibilidad de aprobar el texto, sino que además vendría con la libertad de poder criticarlo, una vez aprobado, por ser insuficiente. Así, puede decidir morir con las botas puestas o moderarse para tratar de aprobar el texto.
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