La comisión convocada por el gobierno para abordar la crisis originada por el caso Democracia Viva entregó este lunes al presidente 46 propuestas para mejorar la forma como se relaciona el Estado con las instituciones privadas sin fines de lucro que colaboran con él. Están agrupadas en estándares de transparencia, de gobierno corporativo y en sistemas de control, infracciones y sanciones. Es un trabajo robusto que merece un debate profundo para seleccionar las prioridades y definir una hoja de ruta de implementación. Sin embargo, como la misma comisión advierte en su introducción, “parte de las causas que podrían haber permitido estos hechos dicen relación con la persistente falta de modernización del Estado de Chile”.
En mi opinión, al menos dos fallas estructurales del Estado subyacen en forma relevante a las malas prácticas conocidas: la nula o tenue separación entre el rol del gobierno y el de la administración pública, y la ausencia de una cultura y práctica de evaluación de las políticas y programas públicos. Como bien recuerda la comisión, ambas han sido recomendadas por diversas instancias técnicas transversales en los últimos 15 años, a pesar de lo cual el avance ha sido nulo. Llegó el momento de romper esta inercia.
Es legítimo que ministerios o gobernaciones promuevan iniciativas tales como “Trabajador@s y Sindicatos a la Vanguardia del Sistema Previsional” o realicen “capacitación ciudadana para familias” y “diagnósticos socio territoriales”. Lo que no es aceptable es que quienes asignen y controlen dichos programas sean también personas de confianza de los mismos ministerios o gobernaciones, y no funcionarios de una administración pública técnica y profesional. No debe extrañar, entonces, que estas iniciativas hayan sido asignadas a organizaciones “sin fines de lucro” políticamente cercanas y sin la experiencia ni capacidad para implementarlas eficazmente.
Es necesario, por lo tanto, establecer, tanto constitucional como legalmente, un peso y contrapeso tan fundamental como ausente en el Estado, en su nivel central como regional: una separación nítida entre los funcionarios de confianza del gobierno y los servidores públicos que conforman la administración del Estado. A los primeros les corresponde la conducción política y la definición de políticas y programas coherentes con el programa con que el gobierno fue electo; y a la administración pública le corresponde su implementación con eficacia, eficiencia y neutralidad.
Es también fundamental establecer un régimen laboral único coherente con la naturaleza profesional y técnica de los servidores públicos que equilibre flexibilidad con estabilidad, y una regulación especial, con límites de alcance precisos, para los funcionarios de confianza de naturaleza política y excepcional.
Por su parte, está largamente diagnosticada la falta de una cultura y práctica de evaluación incidente de políticas y programas públicos que explica la abundancia en el Estado de evaluaciones que no traen consecuencias ni generan planes de acción. Para ello, es imperativo habilitar constitucionalmente y legislar una institucionalidad autónoma que vele por la calidad de las políticas y programas públicos, cuyas evaluaciones obliguen al gobierno y al Congreso, según corresponda, a adecuar o terminar con políticas y programas mal evaluados.
Esta institucionalidad debe tener una expresión en el Congreso Nacional para apoyar técnicamente el proceso legislativo con la evidencia, experiencia comparada y el impacto regulatorio de los proyectos de ley; y en el Estado para que evalúe políticas, programas y acciones públicas una vez implementadas.
La nueva Constitución, y el pacto fiscal en el ámbito legislativo, nos brindan una oportunidad única para enmendar estas fallas estructurales del Estado, que no sólo impiden que esté al servicio de las personas, sino que también abren la cancha para su captura política, así como de las organizaciones que colaboran en la provisión de bienes públicos. Lo dijo Iñigo Errejón, uno de los fundadores y líderes del Podemos español: ante la perspectiva de perder elecciones, era necesario “dejar sembrado instituciones populares que resistan y, por cierto, donde refugiarse cuando gobierne el adversario”. La siembra debía hacerse con recursos públicos, debió agregar.
Es de esperar que liderazgos de lado y lado den un paso al frente y rompan la inercia de polarización que hemos observado tanto en el Congreso como en el Consejo Constitucional, para abocarse a acordar los componentes sustantivos del pacto fiscal y constitucional. Lo fácil sería quedarnos en que sólo estableciendo nuevos controles y procedimientos habremos resuelto la crisis, o evadiendo esos contenidos sustantivos de ambos pactos, para abocarse a aquellos que satisfagan a las respectivas trincheras políticas. Lo necesario es avanzar en estos dos cambios estructurales en el Estado para lo cual el Consejo Constitucional, el Congreso, el Gobierno y un amplio debate público, tienen un rol fundamental.
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