En las últimas semanas han arreciado las críticas contra la académica y ex presidenta de la Convención Constitucional, Elisa Loncon, y contra su institución, la Universidad de Santiago de Chile, por la supuesta opacidad en la justificación de su reciente permiso sabático. Los defensores de Loncon sostienen que estas críticas han destilado racismo y misoginia, porque rara vez se observa tanto encono y encarnizamiento contra otros tantos académicos que hacen uso de esta regalía propia de la vida universitaria.
Es posible que sus defensores en este punto tengan razón, y en la base de estas críticas haya una mezcla de desconocimiento del significado del sabático académico, así como de selectiva ignorancia de las cualidades de la profesora Loncon como investigadora lingüística, docente universitaria e intelectual pública -como lo atestiguan el reciente libro de V.A. Mojica, “Una Inventora de Palabras Escribe una Constitución” (LOM 2022), y de la propia Loncon: “Txayenko: Eco de la Cascada” (Lumen 2023) y “Azmapu: Aportes de la Filosofía Mapuche para el Cuidado del Lof y la Madre Tierra” (Ariel 2023).
Un problema adicional de concentrar la crítica en el asunto del sabático es que aleja la posibilidad de articular otra crítica, una crítica auténticamente política, respecto de su rol protagónico en el proyecto constitucional fallido. Esta posibilidad nos interpela en nuestra capacidad de aislar tanto simpatías como enemistades personales, así como el variado rango de cuestiones identitarias e interseccionales, de aquellos factores discursivos y estratégicos que caracterizaron a la Convención Constitucional, en los cuales Loncon tuvo un grado relevante de influencia. A riesgo de simplificación excesiva, nos desafía a separar al artista de su obra. Para no repetir los errores del proceso anterior, vale la pena el ejercicio analítico.
La crítica auténticamente política es la siguiente: cómo la primera líder de la Convención, Elisa Loncon definió una dinámica adversarial -en lugar de una dinámica integradora- que contribuyó a su progresivo deterioro y cimentó el camino a su derrota final. Desde que asumió su cargo, caracterizó a sus oponentes de derecha como los representantes del “privilegio”. Del mismo modo, justificó la exclusión de los símbolos cristianos por ser una religión “colonizadora”. En ambos casos, Loncon se entendió a sí misma como portavoz de los grupos oprimidos y excluidos de la historia de Chile.
Loncon no miente. Históricamente hablando, la derecha ha resistido los cambios que amenazan la concentración del poder, y la experiencia de la Iglesia Católica en Latinoamérica constituye un caso paradigmático de evangelización forzada. Por supuesto, tanto la derecha como la Iglesia también han hecho cosas positivas que Loncon omite. Pero el punto no es histórico. Lo que se requería, desde la perspectiva estratégico-política, es que Loncon se elevara por sobre la trayectoria de opresión de sus representados para abrazar a todos los sectores, especialmente a sus adversarios históricos. Dicho de otro modo, que atenuara el espíritu de reivindicación justiciera que se respiraba en la Convención, y en cambio bregara por una cultura de confianzas y sacrificios mutuos. Lo primero era fácil, lo segundo era remar contra la corriente.
Porque el verdadero ejercicio de liderazgo es un deporte de alto riesgo. Muchas veces se trata de movilizar a la tribu propia para que acepte transacciones que no le parecen justas en aras de un bien mayor. Por eso es gigante la figura de Nelson Mandela. Aunque tenía sobradas razones para cobrarles todas las cuentas a la elite sudafricana blanca que lo encarceló y condenó a su pueblo al Apartheid, una vez en el poder entendió que la política no se trata de ganar sino de generar visiones comunes. Loncon tuvo la humidad -y la honestidad- de reconocer que no tenía el “estándar” de Mandela.
Desde el punto de vista estratégico-político, habría sido interesante -y eventualmente fructífero- que intentara seguir su ejemplo en este respecto, desactivando así las resistencias de la elite chilena y mutando la adversarialidad en propósito compartido. En un empleo tan original como curioso, recientemente Loncon retomó la figura del Apartheid para describir la ausencia de los pueblos originarios del comité de expertos.
La critica que hace esta columna puede ser objeto de varias réplicas: que el clima bajo el cual se instaló la Convención era heredero del ethos adversarial del estallido, y en ese sentido no había nada que Loncon o cualquier otro en su lugar pudiera haber hecho distinto; que las miradas consensualistas e integradoras son prototípicas de los grupos que nunca han sufrido la opresión en su pellejo, y la mismísima crítica que hace esta columna huele a privilegio; que la verdadera política se hace siempre entre antagonistas, y la legitimidad se obtiene del resultado de esa contienda democrática, no de aguadas visiones comunes, etcétera. Todas estas réplicas permitirían al menos debatir con cierta madurez sobre la labor política de Loncon a la cabeza de la pasada Convención, lo que no ha permitido el asuntito del sabático, literalmente un pelo de la cola frente a la magnitud del fracaso constitucional.
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