Mayo 14, 2022

Llaitul y la lucha armada: otra cosa que “no vieron venir”. Por Bernardo Solís

Ex-Ante
El líder de la CAM, Héctor Llaitul, y su hijo Ernesto.

Ad portas de lo que parece ser un nuevo estado de emergencia en el sur (sea en formato “clásico” o “intermedio”), volver a leer Weichan. Conversaciones con un weychafe en la prisión política (Héctor Llaitul y Jorge Arrate, Editorial Ceibo, 2012, 166 páginas) ratifica que Llaitul –fundador, vocero, ideólogo y supremo “rostro” de la Coordinadora Arauco Malleco, CAM– viene cantando la misma canción desde hace años. Que nadie haya puesto atención a la letra es otro problema.

No solo por la violencia, porque la palabra apenas se usa en el libro de conversaciones que escribió con Jorge Arrate (igual que la palabra democracia). No: en Weichan está muy claro lo que Llaitul opina (y le dice a sus seguidores que opinen) de la izquierda que actualmente se encuentra en el poder.

Obviamente que en el libro no están los conceptos desarrollados este año por Llaitul para describir al frenteamplismo (“seudo progre”; “hippie, progre y buena onda”) pero sí se pueden hallar las ideas matrices que explican por qué nunca iba a ver ni diálogo ni mirada común con La Moneda de Boric. Lo primero, por el proyecto de Llaitul; lo segundo, porque es difícil imaginar los puntos en común de un ultra nacionalista/tradicionalista con un gobierno autodefinido como “transformador y paritario”.

EL WEYCHAFE: LA CABEZA DE LLAITUL. Weichan, además, permite entrar a la cabeza de Llaitul (“No soy un jefe militar, soy un dirigente ideológico y político. Este estigma de jefe militar me lo cuelgan para desvirtuar la lucha mapuche y criminalizarla”, dice por ahí). A través de las interminables respuestas que le da a su entrevistador, el jefe CAM, al hablar de la decadencia de las creencias antiguas tras la llegada del cristianismo, confiesa que es de los “atormentados” porque le tocó un rol: “Gente como yo sentimos una convocatoria más allá de la realidad, un llamado de la madre tierra, que es representado por las machi, no por las asambleas”.

O más adelante: “Hay que entenderlo claramente: el mapuche no tiene una mirada occidental y no debiera tenerla. Tiene una mirada mapuche, que corresponde a una visión mapuche. Es lo que se ha denominado como “el mundo mapuche (…) La vuelta del weychafe es un llamado de la tierra, una convocatoria desde nuestra espiritualidad en el contexto de esta nueva amenaza, tal vez la definitiva si no defendemos nuestros derechos fundamentales de territorialidad y autonomía”.

O esto: “Quien esté llamado a ser weychafe debe por tanto estudiar con amplitud, estudiar de todo, comprender bien las luchas propias, las que se libran en distintas partes del mundo y las distintas visiones que las inspiran. El nuevo weychafe debe además cultivar su mente y su cuerpo, cuidar su aspecto, vivir austeramente ajeno a toda adicción, ser capaz de autoimponerse una rigurosa disciplina, para cumplir con la línea y los principios mapuche”.

Pero Weichan no es un manual de autoayuda: es una declaración política dentro de la tradición –occidental– de los textos dictados o escritos por revolucionarios desde la cárcel. Ejemplos sobran. La mayoría, escalofriantes (salvo Mandela y otros, claro).

DE LA QUEMA DE CAMIONES. Hay algo importante que surge de leer a Llaitul: cuando cuenta lo ocurrido en Lumaco, en 1997, en lo que fue la primera quema de camiones forestales de este ciclo, explica lo que gatilló el ataque: después de una pelea con operarios de Forestal Arauco en el fundo Pideco, los militantes CAM prendieron una radio que le habían habían arrebatado a los trabajadores y escucharon cómo estos conversaban con los carabineros. “¿Se han visto más indios de mierda por ahí?”  y “Mi cabo, si vemos a un indio culiao, lo vamos a atropellar”, asegura Llaitul que decían por radio. Eso, explica, detonó la quema de los transportes.

Más allá de la anécdota, de la historia sale la valoración del quemar camiones para Llaitul (y la CAM, obvio). Lo dice con toda claridad: “La prensa registró este hecho como una acción terrorista, aunque en realidad era sólo una manifestación de la rebeldía de comunidades, que se había gestado durante mucho tiempo. Era una corriente de protesta que nosotros veníamos apoyando (…) Vendría entonces una sucesión de hechos que el Estado descontextualizó y codificó como delitos. Sentó así las bases de la criminalización y la posterior militarización de las zonas en conflicto”. Quemar camiones es protesta, sostiene Llaitul. Quizá esa mirada inspira la doctrina exagerada que considera las balaceras otra forma de protestar.

NACIONALISMO. Ya hace diez años Llaitul se diferenciaba de otros movimientos indígenas y sobre todo de la izquierda. Decía: “La CAM es una lucha de nuevo tipo en América Latina. No es la clásica brega indigenista o la lucha típica de la izquierda. Ha representado un hito en el contexto de las luchas indígenas a nivel continental, tanto por sus definiciones etnopolíticas, como por la instalación de nuevas formas de hacer política, caracterizadas por la radicalidad de su propuesta de liberación nacional mapuche. Es decir, un proceso de reconstrucción nacionalitaria.

Es en este marco que cobra vigencia el rescate de la identidad propia. La importancia de la identidad es crucial, porque nuestro empeño exige definiciones y la primera es ser mapuche. Quien es mapuche y sostiene su cosmovisión, no puede ser un expoliador y pasa necesariamente a ser un antisistémico, un anticapitalista. Por aquí parte nuestro proyecto”.

O más directo: “En síntesis, si bien somos anticapitalistas, no por eso hemos tenido una buena relación con la izquierda. Además, hay que considerar otro elemento que es de mucha importancia. Somos anticapitalistas, antisistémicos, pero también somos por sobre todo nacionalitarios mapuche y la izquierda, en general, debería comprenderlo y hacer una definición al respecto”.

Aunque la ideología de izquierda, le explica Llaitul a Arrate, no es la suya tiene encuentros con ella. Pero Llaitul le exige a la izquierda “comprender de verdad” las transformaciones que propone para poder converger en algo. Algo que no parece fácil, porque sobre la misma agrega: “Es innegable que, en la izquierda, también hay aún mucho racismo y subestimación. Hay que observar bien lo que ocurrió con los misquitos al principio de la revolución sandinista en Nicaragua, o lo que ocurre aún en procesos insurgentes en América Latina, que merecen nuestro respeto, pero que persisten en subsumir las reivindicaciones indígenas en un proyecto de matriz occidental”.

Y sobre los actuales gobernantes, Llaitul dice allá, por el 2012: “Han tomado un fuerte rol en el movimiento estudiantil y hasta ahora los vemos muy consecuentes y combativos. A su vez, son críticos de la izquierda tradicional. En su mayoría, son jóvenes, por tanto, muy dinámicos y activos. Es lo que observamos a la distancia. Esperamos sinceramente que tengan un buen desarrollo y que respeten nuestra lucha”.

ARMAS Y VIOLENCIA. Llaitul siempre ha usado, para describir su estrategia (y la de la CAM, claro), las ideas de “acumulación de fuerza propia”, el fortalecimiento de “la resistencia”, y sobre todo la del control territorial. “Somos antisistémicos, porque no aceptamos la dominación occidental como modelo de vida y lo hacemos a través de la lucha territorial. Creemos que las vías que el sistema ofrece, sus programas y políticas sociales, resultan funcionales al sistema que nos oprime, no nos sirven. Queremos pasar a otro tipo de práctica: ocupar territorio y controlarlo. Mediante la acción directa, quebrar de alguna manera la institucionalidad que se nos quiere imponer. Llamamos a este proceso ‘experiencias de control territorial, formas embrionarias de autonomía y liberación’”.

En Weichan es quizá donde más libre se nota para explicar sus puntos sobre la violencia: “Los mapuche no estamos utilizando ni armas de guerra sofisticadas, ni explosivos (…) Yo no promuevo la violencia por la violencia, como un método de lucha específico o superior. En nuestro caso, cuando se expresa, es claramente una violencia defensiva, muy acotada, legitimada por nuestra gente. Eso explica que nuestra propuesta sea avalada en los sectores más conscientes y comprometidos del pueblo mapuche y que estas expresiones de lucha se repliquen en diferentes zonas del Wallmapu (…)”

“Tenemos una ética de la acción política. Naturalmente, hay expresiones de la lucha mapuche que no controlamos. Nuestra política es avalar los enfrentamientos que se producen cuando la participación mapuche es defensiva. No planteamos acciones ofensivas, ni siquiera contra la fuerza policial que sostiene hoy una forma de ocupación y militarización (…) Como es evidente al analizar nuestro accionar, no propiciamos muertes ni pretendemos dañar a las personas. Nunca hemos planeado emboscadas. Pese a todo, incluso a circunstancias como las actuales, nos identificamos con valores, con propósitos nobles. Buscamos reconstruir armonía, buscamos justicia, luchamos por restablecer un tipo de sociedad mapuche sana y justa. Por eso, la lucha es eminentemente política. Hay que evitar a toda costa una lucha cruenta”.

Aunque al lector menos actualizado de las noticias del sur le parezcan raras esas palabras, en realidad se ajustan casi a la perfección a lo que ha hecho la CAM hasta ahora. Y por eso que una de las preguntas claves para el análisis de los últimos llamados de Llaitul –el de esta semana, y el anterior, en el que atacó a otros dirigentes mapuches y rompió con los que llamó “intelectuales del movimiento mapuche”– esté en esa línea en que habla de “expresiones de la lucha mapuche que no controlamos”, que en ese 2012 se anunciaba como algo que estaba brotando pero que ahora ya es árbol que hace sombra sobre la CAM.

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