Ferguson debe ser de los más destacados historiadores actuales, con una fuerte presencia en los medios. Autor de Coloso, El Imperio británico, El triunfo del dinero, Civilización, La guerra del Mundo y La plaza y la torre, buena parte de su obra se concentra en cómo caen los imperios. La plaza y la torre (2018), su penúltimo libro, es una larga reflexión de las redes organizacionales que han cambiado el mundo, justo cuando las redes sociales vivían su mayor explosión.
Ahora, con Desastre. Historia y política de las catástrofes (Debate, 2021, 640 páginas), Ferguson enfoca esos fenómenos que dan vuelta el mundo a partir precisamente de las redes a las que atacan. “Una pandemia –escribe– la constituyen tanto el nuevo patógeno como las redes sociales a las que ataca”.
Polémico, una de las tesis que documenta el libro de Ferguson es la reacción de las burocracias ante los desastres, poniendo de ejemplo lo ocurrido en Estados Unidos e Inglaterra. La virtud, parece decir, está en la reaccionar con flexibilidad ante los nuevos escenarios.
Jaime Mañalich, el ex ministro de Salud chileno que enfrentó la primera parte de la pandemia desde el momento en que ésta se declaró a fines de 2019, meses antes que otros países, escribió del libro en su cuenta de Twitter. Mañalich –buen lector: antes recomendó encarecidamente El infinito en un junco, de Irene Vallejo– escribió: “Excelente libro. Cómo la historia está condicionada por catástrofes repetidas y aleatorias, qué efectos producen y qué cambios sociopolíticos generan”.
Los desastres y los populistas
Hacia el final del texto, Ferguson plantea lo que llama una “teoría general del desastre”, que esquematiza:
-Son intrínsecamente impredecibles (“pertenecen al mundo de la incertidumbre”).
-No existe una dicotomía clara entre los desastres naturales y los provocados por el hombre (“el exceso de mortalidad casi siempre es producto de la acción Humana”).
-Dónde están los fallos. (“El punto crucial en que se produce el fallo catastrófico no suele encontrarse en la parte superior de la jerarquía, sino un poco más abajo en la cadena de mando”).
-Pandemia informativas paralelas (“El contagio de los cuerpos que transmiten los patógenos interactúa a menudo, de forma disruptiva, con el contagio de las mentes”)
-Hay que estar alertas y no burocratizados para asegurar la velocidad de la reacción (“es mejor estar paranoicos en general que burocráticamente preparados para la contingencia equivocada”).
“Echar toda la culpa a unos pocos líderes populistas es un error, aunque, sin duda, su errático liderazgo contribuyó en cierta medida a engrosar la cuenta de los cadáveres”, dice.
Obama y la gripe
Ejemplos no faltan en el libro. La explosión del Challenger, el Hindenburg, la gripe española, Chernóbil. Incluso Barak Obama, con el brote de gripe porcina de 2009.
Desastre asoma como una buena historia de las plagas recientes, que leída ahora que todos tenemos los elementos en la cabeza, entendemos. Dice Ferguson: “A veces se alaba la preparación ante las pandemias de la Administración de Barak Obama, pero no fue capaz de proporcionar una vacuna contra la cepa de H1N1 de 2009 hasta el año siguiente, después de dos olas de contagio, de las cuales la segunda (en otoño) fue la mayor. La única razón de que la mortalidad no fuera más alta que en una temporada de gripe normal fue simplemente que el virus no era demasiado letal. Las primeras estimaciones apuntaban a una tasa de mortalidad del virus mucho más elevada de lo que finalmente resultó ser, entre un 0,01 y un 0,03 por ciento, lo cual aún bastó para causar la muerte de 12.469 estadounidenses y el ingreso hospitalario de 274.304 en el plazo de doce meses. La cifra mundial de muertos fue de unos trescientos mil. Aún así, entre cuarenta y tres y ochenta y nueve millones de estadounidenses se contagiaron de la gripe porcina de 2009. Si su tasa de mortalidad por infección (IFR) hubiera sido diez veces más elevada, el resultado podría haber sido proporcionalmente mayor (….) Al comienzo de la pandemia de COVID-19, el epidemiólogo Larry Brilliant me dijo que, para hacernos una idea del impacto potencial de la nueva enfermedad, podíamos imaginar una tasa de contagio similar a la de la gripe de 2009, pero con una IFR de entre 0,1 y un 0,4 por ciento. Una epidemia como esa habría causado la muerte de hasta 183.000 estadounidenses en 2009 y de hasta 385.000 en 2020. El mero hecho de que la Administración Obama contara con un plan de preparación ante las pandemias no nos dice nada sobre cómo de bien se habría puesto en práctica si el COVID-19 nos hubiera azotado durante su mandato presidencial”.
Publicado el año pasado, las cifras del impacto de la pandemia en Estados Unidos no están actualizadas, aunque Ferguson intuye lo que nos pasa ahora con las nuevas variantes. Y la infodemia pandémica y todas sus consecuencias. Critica el sistema diseñado en Estados Unidos que en teoría presentaba al país como el mejor preparado para enfrentar una pandemia, pero que a corto andar se quedó sin una dirección clara y le dejó espacio a Donald Trump para desplegarse. “No pretendo defender a Trump, que cometió el grave y tal vez irreparable error –sabiamente eludido por su antecesor durante la epidemia de los opiáceos– de situarse en el centro de una crisis sin comprenderla en absoluto”.
Siempre a la sombra de la actual pandemia, Ferguson escribe de las consecuencias políticas y económicas de los desastres. De China y de Estados Unidos. Termina reflexionando sobre una cita de Henry Kissinger, al que biografió hace unos años (“Cada éxito te da entrada a un problema aún más difícil”): “El fracaso también es una especie de entrada. El fracaso que cosecharon los intentos de los gobiernos occidentales en la contención del coronavirus, en comparación con los taiwaneses y los surcoreanos, los ha obligado a hacer las cosas bien de cara a la vacunación. A veces puede parecer que la historia es un maldito desastre tras otro, pero a veces ese desastre provoca una respuesta creativa, del mismo modo que el éxito tiende a generar complacencia”.
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