La corrupción como acelerante del malestar. Por Cristián Valdivieso

Director de Criteria
Frontis de la Contraloría General de la República, organismo que actualmente investiga los convenios entre fundaciones y entidades públicas.

El cotidiano de la ciudadanía sigue como el día de la marmota. Nada pasa, y, cuando al mismo tiempo la corrupción se instala en el gobierno, me pregunto ¿hasta dónde lo que queda de afecto al Mandatario será capaz de sostener la paciencia ciudadana? ¿O de anestesiar la rabia creciente? Faltan más de dos años de gobierno. Al Presidente no le queda más que hacer que pasen cosas. Tendrá que dialogar, entregar hasta que le duela, optar y, por, sobre todo, liderar.


Ni el agobio económico, espoleado por los tiempos mejores que no llegaron, ni los abusos empresariales, ni la rabia contra Piñera y las ironías de sus ministros, explican por sí solos el estallido social de 2019.

Tampoco la ira desatada contra los políticos, la desigualdad social percibida, las bajas pensiones, las listas de espera en salud, ni la frustración de las nuevas generaciones son mono causas del estallido.

Pero cuando todo ese listado de hechos impacta persistentemente y en un mismo tiempo al conjunto de la sociedad, la subjetividad colectiva estresada se transforma en una bomba de tiempo. Una bomba ensamblada por situaciones estructurales, a veces endémicas, y otras acelerantes.

Esa bomba hizo explosión el 2019 y la respuesta de la política fue una nueva Constitución como rito de paso y una generación joven como nueva elite gobernante.

Visto así, y a casi cuatro años del estallido social, cae de cajón la pregunta: ¿en qué estamos?

Partamos por lo más evidente. La respuesta constitucional ya no fue. Desde las expectativas que en su inicio generaba una nueva Constitución, pasamos a la desilusión tras la fallida y cuestionada Convención. Ahora, como bien muestra la encuesta CEP, la desilusión ha dado paso a la indiferencia, al ninguneo constitucional.

Pase lo que pase con este segundo proceso, una nueva Constitución no se vivirá como un logró colectivo, y difícilmente funcionará como válvula para descomprimir presión.

Sigamos con algunas de las causas estructurales del malestar. La educación no da pie con bola. Los resultados del SIMCE son elocuentes al respecto. Los niños cada vez entienden menos lo que leen y retroceden en matemáticas. Como si fuera poco, la deserción escolar aumenta y la educación superior apenas opera como niveladora de las disminuidas competencias basales que se traen de la educación media. El resultado: frustración profesional y laboral.

La salud sigue dando la hora con las listas de espera. Estamos en medio de una crisis a la que además se añade la incertidumbre por un posible colapso de las Isapres que, de paso, podrían llevarse consigo algunos centros de salud.

Y si bien en pensiones la PGU algo descomprimió, nadie duda de que se requiere una reforma. Pero con el encono y contumacia política vigente, todo indica que la tercera tampoco será la vencida.

Le economía no crece. Llevamos cinco meses con un IMACEC negativo y, por más que baje la inflación, sin crecimiento no habrá nuevos empleos. Claro, la CASEN mostró una reducción de la pobreza, pero la verdad es que esta fue a punta de apoyos fiscales y con alzas en las imputaciones de arriendos. Y, la gran clase media, sin mayores apoyos, sigue pagando los costos inflacionarios, con sueldos estancados y un desempleo que no cede.

La política, en tanto, sigue en el fango. Cada vez más polarizada, con una oposición que pelea por quien es más dura con el gobierno y un gobierno que no asume que ya no puede gobernar con dos almas. El resultado es que por la mañana el Presidente habla de un pacto fiscal invitando al diálogo en el mismo acto en que le pega “raspacachos” a la oposición y esta responde en la tarde negándole la sal y el agua.

¿Qué colige el ciudadano de a pie? Que aquí nada pasa, vamos acumulando rabia.

Si el 2019 estábamos mal, ahora estamos peor. Tras la pandemia, además, se desató el desorden migratorio, se destapó la delincuencia en versión sicaria, afloró el terrorismo y se hizo más evidente el arraigo del narco. Más pobres por lo demás, sin crecimiento económico y sin expectativas sobre cambio constitucional.

Y, ¿qué hay de la esperanza puesta en la nueva generación gobernante? Todo indica que también hemos pasado a la decepción, y que si no fuera por el arraigo que mantiene el Presidente en ciertos grupos que le perdonan los errores de gestión y los cambios de opinión, el gobierno estaría incluso peor evaluado.

El cotidiano de la ciudadanía en tanto, sigue como el día de la marmota. Nada pasa, y, cuando al mismo tiempo la corrupción se instala en el gobierno, me pregunto ¿hasta dónde lo que queda de afecto al Mandatario será capaz de sostener la paciencia ciudadana? ¿O de anestesiar la rabia creciente?

Faltan más de dos años de gobierno. Al Presidente no le queda más que hacer que pasen cosas. Tendrá que dialogar, entregar hasta que le duela, optar y, por, sobre todo, liderar.  Porque si nada pasa, las bravatas hacia su persona de esta semana, y las manifestaciones sociales cargadas de rabia por la corrupción galopante, sólo se acelerarán.

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