Los ciudadanos han entregado su veredicto sobre el proyecto de Constitución elaborado por el Consejo Constitucional: la opción En Contra consiguió una clara mayoría, y por ende, se mantendrá vigente el texto que, con múltiples reformas, ha durado hasta hoy y lleva la firma del expresidente Lagos desde 2005.
Confiemos en que el plebiscito recién efectuado sea un paso definitorio hacia el fin del extravío al que fue arrastrado nuestro país mediante la barbarie en gran escala, en octubre de 2019. Entonces, estuvo a punto de hundirse la convivencia en libertad. Quienes hoy gobiernan no tuvieron miramientos en aquellos días al tratar de capitalizar la confusión y el miedo con vistas a invalidar el progreso económico, social e institucional de los 30 años anteriores y, ciertamente, desacreditar la experiencia de la Concertación. La violencia llegó a reforzar la causa, además de la falta de coraje de los antiguos concertacionistas.
Como es obvio, la izquierda gobernante no tiene nada que celebrar. Desplegó una verdadera guerra de posiciones contra la Constitución de los 30 años y, finalmente, deberá conformarse con la conservación de ese texto. Si no fuera por el tiempo y los recursos gastados en dos procesos constituyentes, y la inestabilidad provocada, sería como para reírse.
Es como si el país regresara al punto de partida, en noviembre de 2019, cuando la mayoría de los partidos representados en el Congreso, muertos de miedo por la ola de violencia y preocupados de salvar su propio pellejo, resolvieron impulsar un proceso constituyente con el argumento de que el reemplazo de la Constitución era la llave de la paz. Se inició entonces un período de incertidumbre que duró 4 años.
En rigor, el gobierno de Boric ya estaba derrotado desde el 4 de septiembre de 2022, cuando fue rechazado el proyecto refundacional de la Convención, por cuya aprobación Boric llegó a convertirse en jefe de campaña, y el gabinete en comando del Apruebo. Esa vez, la decisión ciudadana tuvo características dramáticas, puesto que la eventual aprobación del aquel texto hubiera significado un descalabro completo. El país se salvó en el límite.
El artículo 142 de la reforma constitucional que habilitó el primer proceso indicaba expresamente que, en caso de ser rechazado el proyecto de la Convención, se mantenía vigente la actual Constitución. Sin embargo, Boric buscó la revancha y se empecinó en convocar a un segundo proceso, que contó con la rápida colaboración de los partidos de Chile Vamos. Esta vez, se diseñó un complejo sistema, con todos los resguardos que no tuvo el proceso anterior, pero en un contexto de cansancio de los ciudadanos. El voto En Contra es posible que haya catalizado ese cansancio, además del distanciamiento con “las cosas de los políticos”, que poco o nada tienen que ver con las angustias cotidianas de la gente común.
El país no tenía un problema constitucional en 2019. Tal problema fue creado artificialmente, por razones subalternas: fue la envenenada manera de probar que la derecha no podía ni debía gobernar. Lo que no se consiguió por la buenas, se intentó por las malas. La revuelta antidemocrática sirvió a los presidentes del Senado y de la Cámara para presionar a Sebastián Piñera con la idea de que la paz llegaría si se reemplazaba la Constitución de los 30 años. Ya sabemos hasta dónde llegó después la degradación de la política. Es casi milagroso que el país haya resistido tanta inconciencia y tanta banalidad.
El cuestionamiento del orden constitucional que hizo posible la paz interna y la reconstrucción democrática, y que puso las bases del Chile moderno, fue la punta de lanza de una estrategia izquierdista que buscaba llevar al país hacia otro lado, y que, por desgracia, no tuvo opositores resueltos en la centroizquierda. Los partidos de la antigua Concertación, que tenían motivos para sentir orgullo por la tarea cumplida, se fueron quedando en silencio, acomplejados por las consignas supuestamente avanzadas de los jóvenes redentores.
A partir de 1990, todos los gobiernos propiciaron modificaciones sustanciales al texto de 1980, las que fueron aprobadas por amplia mayoría en el Congreso. Se puede decir que Chile realizó un proceso constituyente a lo largo de tres décadas. Ningún mandatario propuso un nuevo texto, todos prefirieron proponer enmiendas específicas, lo que significaba que valoraban la estabilidad constitucional conseguida.
¿Qué pensará Michelle Bachelet de todo lo ocurrido desde que, en 2013, cuando preparaba su segunda candidatura, decidió levantar la bandera de reemplazar la Constitución de Lagos para establecer plena sintonía con el PC y el naciente Frente Amplio? ¿Qué quiso decir el domingo 17, después de votar, cuando afirmó que ella prefería lo malo en lugar de lo pésimo? ¿Debemos entender que fue presidenta dos veces gracias a “lo malo”, o sea, la Constitución que ella también ayudó a reformar? ¿Y qué era “lo bueno” para su gusto personal? Está fuera de duda: era el proyecto de la Convención. Su filosofía constitucional quedó clara entonces.
Hay que mirar hacia adelante. El país tiene un gobierno precario e incompetente, y son demasiados los problemas que afligen a la población. La izquierda gobernante se equivocaría medio a medio si creyera que el resultado del plebiscito borra sus errores, derrotas y corruptelas. Integran un gobierno agotado, con la brújula rota y, lo más grave, sin conductor confiable.
Después de todo lo que ha pasado en estos años, nada es más esencial que el reforzamiento de la lealtad con la democracia. La Constitución Política de la República de Chile seguirá llevando la firma de un gran presidente. Hay un aire de justicia postrera en ello.
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