La propuesta de José Morales como próximo Fiscal Nacional ha traslucido, una vez más, la pugna de intereses y componendas políticas cruzadas entre los tres poderes del Estado. Una tensión que no es nueva y que resultó muy evidente cuando se nombró anteriormente a Jorge Abbott.
Una nominación, la de Abbott, antecedida de reuniones del incumbente con ministros de la Suprema, distintos parlamentarios y una polémica cita en la casa del senador Girardi. Coincidentemente (y en paralelo), Sabas Chahuán, fiscal nacional de la época, declaraba públicamente tener evidencias para iniciar una persecución penal por financiamiento ilegal de la política, lo que sabemos, con Abbott quedó prácticamente en nada.
En ese escenario, la idea teóricamente virtuosa de una participación autónoma de los tres poderes del Estado en la designación de quien dirige la Fiscalía Nacional, se esfuma ante los ojos de una ciudadanía testigo de negociaciones y acomodos frente a los conflictos de interés que afectan al mundo político y su variado círculo de intereses.
Visto así, lo más probable es que un ciudadano de pie observe este “particular” proceso de elección de la máxima autoridad persecutora de delitos con total escepticismo, Más aún, en un contexto donde la seguridad y el combate a la violencia de distinta índole es lejos la principal preocupación de la ciudadanía.
De hecho, no es sorprendente que, en 20 años, la crisis de legitimidad del poder judicial se haya ido agravando. En 2002, el CEP realizó una encuesta que mostraba a los tribunales de justicia en el 9º lugar de confianza de las instituciones públicas con apenas un 19%. En diciembre de 2011, la misma encuesta evidenció que sólo un 17%de la ciudadanía confiaba en el Ministerio Público. En la edición más reciente, ambas instituciones comparten tan solo un 15% de confianza ocupando las posiciones 16 y 17 respectivamente entre las instituciones del Estado.
Una desconfianza que tiene una traducción conductual concreta y palpable. En la última versión de la Encuesta Nacional Urbana de Seguridad Pública, sólo 1 de cada 3 hogares víctimas de la delincuencia señaló haber denunciado el delito a la fiscalía. “Cuando las personas piensan que la institución no va a servir para nada, dejan de denunciar, porque el esfuerzo se transforma en algo más costoso que el beneficio que sienten que pueden tener” dijo hace unos meses Daniel Johnson, director ejecutivo de Paz Ciudadana.
Cuando las dinámicas vinculadas al nombramiento de autoridades públicas se perciben turbias, manejadas e inaccesibles al escrutinio público, la desconfianza social se profundiza en distintas capas tectónicas y con sismos recurrentes que no se ven a simple vista.
Lo más evidente es la crisis de legitimidad institucional que se viene arrastrando y no logra recuperarse. Más bien, sigue hundiendo a la justicia. La ciudadanía, pese a expresar los niveles más altos de inseguridad desde que se mide hace 22 años, deja de denunciar, quedando frustrada y enrabiada con un Estado que juzga negligente o francamente incompetente para administrar justicia.
Menos evidente es la deriva autoritaria que emerge en una sociedad que descree en la justicia o siente que esta se le deniega. Una reciente encuesta de Criteria muestra que más de la mitad de la población (56%) dice estar de acuerdo con la idea de “apoyar a un gobierno que intervenga profundamente los tribunales de justicia a cambio de mayor seguridad”.
Es que cuando el clima de inseguridad escala a los niveles actuales, y las causas denunciadas generalmente terminan archivadas sin encontrar a los victimarios, se naturaliza el desprecio y la distancia de la sociedad con las instituciones encargadas de hacer justicia. Pero cuando además se las percibe más orientadas a cuidar los intereses de los poderosos que los de las personas de a pie, el terreno queda abonado a las pulsiones y demandas autoritarias de todo tipo.
Es de esperar que si el Senado ratifica la elección de fiscal hecha por el Presidente Boric, José Morales asuma humildemente que sus mandantes son los ciudadanos y ciudadanas de este país, no quienes lo nombraron y ratificaron considerando que era quien mejor equilibraba sus intereses.
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