La imagen de mercado persa que dio la Cámara de Diputados al elegir a sus autoridades fue la enésima confirmación del agudo deterioro de las prácticas políticas y, específicamente, de la función parlamentaria. No es casualidad que, en todas las encuestas, el Congreso aparezca en los últimos lugares en la evaluación de las instituciones.
Se ha vuelto bochornoso el acostumbramiento de los parlamentarios a ocupar una posición subalterna frente a La Moneda cuando llega el momento de renovar las mesas del Senado y de la Cámara. “El ministro Elizalde me ofreció la vicepresidencia”, dijo el diputado Gaspar Rivas, aunque después intentó acomodar la historia, mientras desde palacio lo negaban todo.
¿Por qué el Ejecutivo cree que tiene derecho a intervenir de un modo tan desenfadado en el ámbito exclusivo de otro poder del Estado, como es el Legislativo? En primer lugar, porque este lo permite. En los hechos, los parlamentarios regalan la autonomía del Congreso y aceptan el trapicheo del ministro de la Presidencia para captar votos para los candidatos del gobierno.
A veces, no se obtienen los apoyos suficientes, lo cual se transforma en una derrota personal del negociador, como lo sabe la exministra Ana Lya Uriarte, pero otras veces resulta, y entonces se produce la escena del abrazo agradecido de Karol Cariola a Álvaro Elizalde ante los fotógrafos. La nueva presidenta de la Cámara entiende que el ministro le consiguió el cargo.
Esa metodología anula en los hechos la división de poderes, y pone al Congreso en una situación de menoscabo. No es, en todo caso, lo más grave ocurrido allí en los últimos años. El Congreso, no lo olvidemos, fue el factor determinante de la aventura constituyente vivida por el país. Presionados por los administradores del miedo a nuevos estallidos, los parlamentarios entregaron dos veces su potestad constitucional y se lavaron las manos respecto de lo que resultara.
El vergonzoso carnaval de los retiros de los fondos previsionales fue una muestra de hasta dónde llegaron la demagogia y la frivolidad en el Congreso. En varios momentos, numerosos “parlamentarios de la República” han actuado pensando exclusivamente en su carrera, con abierto desprecio por los fundamentos de la República.
Se discute en estos días sobre la necesidad de llevar adelante ciertas reformas políticas, que se orienten a reducir el número de partidos, reformular el sistema electoral y establecer una regla para que el parlamentario que renuncie a su partido, pierda el escaño. Todo ello es debatible, por supuesto, pero es mejor no ilusionarse con la posibilidad de que, con nuevas reglas y estructuras, se oxigenará automáticamente la vida política. En realidad, el factor esencial son los seres humanos concretos.
La calidad de la política depende de la calidad de las personas dedicadas a la política, o sea, de su estatura moral e intelectual, su cultura, su noción del interés nacional. Influyen su equilibrio emocional, templanza, capacidad de diálogo. Lo lógico es, por lo tanto, plantear altas exigencias a quienes pretenden desempeñar tareas ejecutivas (gobierno central, municipios, gobiernos regionales) como a quienes se dedicarán a la labor legislativa. Pero, desde hace mucho tiempo, eso no ocurre.
La selección de los postulantes a los cargos de representación tiene muchos vicios. Sería injusto no reconocer que hay senadores y diputados que cumplen su tarea en un buen nivel, pero hay muchos otros que no merecen estar donde están y que, pese a eso, se las arreglan para ser reelegidos. Sabemos que los requisitos constitucionales no son difíciles de cumplir ni siquiera para desempeñar el cargo de presidente de la República, pero el régimen democrático necesita establecer filtros que permitan promover a personas idóneas para la función de atender los asuntos públicos.
Los partidos políticos son los mayores responsables de velar por la calidad de los candidatos a los cargos de representación. Si descuidan eso, y escogen, por ejemplo, a quienes son populares por alguna razón, el resultado puede ser desastroso. No se trata de diplomas, que solo son una referencia sobre las personas, sino de poner atención en las personas mismas. Debe ser inequívoco su compromiso con las normas y procedimientos de la democracia representativa, pero además deben saber diferenciar lo recto de lo torcido.
Es casi milagroso que la democracia que recuperamos hace 34 años haya sobrevivido a tantas veleidades respecto de la estabilidad institucional. ¿Cuánto influyó la ambigüedad de numerosos parlamentarios frente a la violencia en la grave crisis de seguridad que hoy enfrentamos? Mucho, sin duda.
El factor humano define la calidad de la política, para bien o para mal. Es crucial, por lo tanto, que quienes aspiran a representar a los ciudadanos tengan un claro sentido de la decencia. No se trata de imaginar una política hecha por ángeles, pero sí de evitar que lleguen a los altos cargos quienes tienen escasos escrúpulos, y que suelen creer que los ciudadanos no se dan cuenta de las corruptelas. En octubre, vamos a elegir nuevos municipios, y hay que tenerlo muy presente.
Necesitamos sanear los hábitos políticos. Acaban de cumplirse 8 años de la partida del presidente Patricio Aylwin Azocar, padre de la transición democrática. Él es un gran ejemplo a seguir.
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