Ortega y Gasset desarrolló una “teoría de las generaciones”, según la cual los cambios de época se deben a variaciones de sensibilidad vital. Una generación, la más joven, desplaza a otra y, en el proceso, se encuentran y se enfrentan.
Por otro lado, Gramsci se refirió en sus textos a las «cuestiones de los jóvenes» y vinculó la cuestión generacional a las de clase. La problemática de los jóvenes y las diferencias generacionales estaría subordinada a las tensiones de clase, «a menos que se trate de interferencias de clase, es decir, que los ‘jóvenes’ (o una parte sustancial de ellos) de la clase dirigente se rebelen y pasen a la clase progresiva [la clase trabajadora]».
Es cierto que hoy las discusiones son formuladas con otros lenguajes y que la idea gramsciana respecto del rol dirigente de la clase obrera ha perdido peso en el pensamiento crítico. No obstante, hay un momento en la historia chilena reciente en el que la cuestión generacional y de los jóvenes pasó a la primera línea: el del auge del movimiento estudiantil de 2011.
Ese año, lideradas por los estudiantes universitarios, cientos de miles de personas salieron a las calles reclamando por los altos costos de la matrícula universitaria y el endeudamiento y, de forma germinal, expresando su malestar por una promesa de progreso e integración que, en el mejor de los casos, se había cumplido solo parcialmente.
Estos jóvenes universitarios, en realidad, expresaban a dos actores políticos distintos, aunque aliados. Como explica el sociólogo Canales: «No fue uno, sino que fueron dos los actores sociales que convergieron en el 2011. Fue una alianza de clases, sí, entre el segmento progresista y crítico de las clases dirigentes, y la masa popular recientemente estrenada en las lides universitarias».
La lucha generacional, la disputa entre los nuevos jóvenes y las generaciones que los antecedieron, se dio en dos niveles: en un nivel de la lucha política, entre dirigencias que disputaban el espacio de representación institucional, y, subterráneamente, en una disputa social de jóvenes pertenecientes a la clase media emergente, hijos e hijas del proceso de modernización capitalista que vivió Chile en los años 90 y 2000.
Por el lado de las dirigencias estaba la lucha entre una nueva generación de políticos que entraba a disputar con los lideres de la transición, lo que Cristóbal Bellolio llamaba una apuesta por los “reemplazos”, como resultado de la falta de renovación que tuvieron estas dirigencias.
Por otro lado, estaban las grandes masas de jóvenes de la clase media emergente que habían estado “pateando piedras” durante años, enojados y frustrados ante lo que percibían como una promesa incumplida del ascenso social mediante la educación.
Según Canales, en octubre de 2019 se habría movilizado este mismo sector de «las nuevas generaciones populares». En esa ocasión, a diferencia del 2011 f, este sector no fue representado por una elite progresista, pues esta vez no tenía voceros ni pliego de demandas.
En el estallido se apuntó con el dedo a todos los dirigentes políticos, incluidos los que habían hecho lo mismo en 2011 contra las generaciones previas.
Hoy, después de más de una década desde las movilizaciones del 2011, parece que las disputas generacionales de la elite han terminado por saturarse. A fuerza de golpes y porrazos, se ha ido instalando un sentido común en que el año de nacimiento ha dejado de tener la relevancia que tuvo.
La cuestión de los jóvenes y de las generaciones es inevitable y, en su justa medida, ayuda al progreso del cambio de la sociedad. Sin embargo, tan importante como reconocer el valor de esta cuestión es saber superarla y no quedar atrapados por sus múltiples formas, incluido el misticismo de una supuesta «juventud dorada».
No hay nada intrínsicamente mejor en ser joven. Es interesante que este atributo haya podido ser un elemento deseado por la población en un momento y temido en otro. En parte, la tensión se da entre la demanda de renovación y reemplazo de la elite, por un lado, y la demanda de seguridad y certidumbre, por el otro. En este sentido, la «juventud» no depende tanto, para estos aspectos, del año de nacimiento, sino de cuán bien se reflejan estas dos polaridades.
De algún modo, el primer año del gobierno de Boric ha terminado siendo la consolidación de un punto medio entre estas polaridades. La última década de la política chilena estuvo marcada por la disputa entre la generación política nacida en 2011 y la generación que comandó la política en la década de 1990 y 2000, la generación millennial y la boomer.
El gobierno de Boric no ha terminado siendo la imposición del 2011 sobre la segunda, sino una especie de tregua frente a una sociedad igualmente escéptica de sus dirigentes, sin importar la edad de estos. En este sentido, ha jugado un rol crucial la generación intermedia, la que se forjó en las protestas de estudiantes secundarios a finales de los 80 y se mantuvo en roles de segunda línea durante las dos décadas que gobernó la centroizquierda. Pocos representan de manera más clara este renacer de la llamada «Generación x» que la ministra Tohá.
Por otro lado, mientras que las disputas generacionales en la elite han ido conduciendo a un acuerdo de convivencia, existe el peligro de que el otro mundo de los jóvenes, el de los que «patearon piedras» estos años y se manifestaron en el estallido, no encuentre su espacio de representación.
La elite se despolariza generacionalmente, mientras la ciudadanía se vuelve crecientemente antielite. De algún modo, la pregunta que queda por responder es si este nuevo equilibrio es resultado de una nueva alianza de clases o un quiebre irresoluble entre clases.
En cualquier caso, la política chilena ha acordado empezar un nuevo proceso constituyente, muy distinto al anterior. Si en el primer proceso que dio vida a la propuesta rechazada primó el afán sacrificial de la elite política en su intento de apertura, en este nuevo proceso primó la demanda de seguridad y certezas.
El futuro de nuestra política se juega en convencer a la ciudadanía de que este proceso, pese a la menor participación popular, puede instaurar una confianza que conecte sociedad y política, independiente de las generaciones.
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