El Frente Amplio agoniza como identidad política. Sus banderas hoy carecen de significantes, dejaron de constituir límites, no demarcan fronteras. Que nadie se engañe, no es el fin de la generación. Por más que muchos se empeñen, aquí no termina su camino, ni las ideas y sueños que despertaron. Las tribus anteceden y trascienden a los pueblos, como los liderazgos a los colectivos. Lo que muere es la identidad social, la conexión con un ‘nosotros’ más allá de los círculos de poder.
Hablamos de una generación que sacudió al país. En 2006, cuando rompió con el temor a la movilización social, en 2011 cuando quebró la desidia del no estar ni ahí, en 2013 al terminar con el binominalismo. Crecieron en la cultura de los jaguares, de los winners, del querer es poder y del sálvese quien pueda. Su rebeldía fue construir identidad colectiva.
No era la injusticia, ni la falta de oportunidades, no era el lucro, ni la gratuidad lo que los movilizaba. Era la necesidad de conexión, la urgencia de comunidad. Se trataba, sobre todo, de combatir el individualismo y encontrar algo que diera sentido colectivo. La paradoja es que ese algo siempre fue lo propio: la educación escolar cuando fueron secundarios, la universitaria cuando accedieron a la universidad, el Crédito con Aval del Estado, cuando empezaron a pagarlo, las dietas parlamentarias, para expiar la culpa de percibirlas.
El FA es la cristalización política de esa generación, pero quiso ser más que eso. Cuando llegaron al congreso, se dispersaron; unos estuvieron en el oficialismo, otros ensayaron una colaboración crítica y hubo quienes se declararon opositores al gobierno que levantó sus banderas. Es en el naufragio de la Nueva Mayoría que emerge el Frente Amplio, antes que el Partido Comunista encuentre sus caminos de salida. El primer FA adosa al Partido Liberal desde su cercanía generacional y, en lo político, a históricos aliados del PC en la izquierda extraparlamentaria. Todo vale si te inspira la redención.
Comienza un frenético ascenso. En 2017, su candidata presidencial, contra todo pronóstico, está cerca de pasar a la segunda vuelta y en la parlamentaria, obtienen 21 escaños, transformándose en una fuerza política en toda regla. Al poco andar, el estallido social produjo fracturas y reacomodos, pero de alguna manera consolidó su naturaleza original: un movimiento generacional cuya identidad política se construye en y desde la oposición.
Y es que más que conocer al FA, sabemos lo que no es o no quiso ser: no querían ser parte de la elite, estaban enamorados de su narrativa de movilización social. No venían de la clase dirigente, por más que hayan nacido en ella, sino a reemplazarla desde la representación del pueblo abusado. Aunque rimaban apellidos y sueños, definitivamente no eran la izquierda de los 30 años, esa que gobernó sólo en la medida de lo posible, mediante una política de consensos que escondía conflictos de interés. No rendían cuentas a nadie, constituían un colectivo impoluto, cuyo estándar moral permitía juzgar a todos por los pecados de unos. Su convicción era tan genuina y profunda que bastaba para resolverlo todo. Ellos no renunciarían a nada con tal de avanzar en algo, aunque no tuvieran claro a qué se referían.
Hoy gobiernan en la medida de lo posible. Sostenidos políticamente por los partidos que buscaron reemplazar y electoralmente, ya no en quienes necesitaban redención, sino en sus propios orígenes, jóvenes urbanos de sectores medios y altos. Desde ahí buscan pragmáticamente alcanzar acuerdos subóptimos para cambiar en algo el sistema de pensiones y la justicia tributaria. No sabemos si capitalizarán las ganancias, sí que socializaron las pérdidas.
Hay, de hecho, algo de ironía en que el presidente eligiera España para revindicar los 30 años, allí donde su amigo embajador los criticó por la fuerza de la costumbre. Y hay algo de tragedia en que, siendo una nueva Constitución la piedra angular del proyecto frenteamplista, hoy nos preparemos para elegir entre la del Partido Republicano o la de Jaime Guzmán. En el mejor escenario, corregiremos el problema de legitimidad de origen, pero en cuanto al modelo político e ideológico de la dictadura, con suerte estará a la altura de las reformas de Lagos.
Es el comienzo del fin, tanto así que Convergencia Social autoproclamó su liderazgo en la conformación de un partido único, una manera elegante de ofrecer cobijo -y sombra- a sus socios.
¿Qué queda del Frente Amplio? Lo que siempre tuvo: una generación de dirigentes notables y profesionales bien preparados, que, tras este baño de realidad, serán aún más valiosos para Chile. Deberán desapegarse de la ilusión redentora, de la noción de un ‘nosotros’ superior, para construir con otros, desde las ideas y no desde las biografías, los caminos para un Chile más justo, moderno, inclusivo y sustentable.
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