Es claro por qué la izquierda gobernante ama tanto al Estado. Por Sergio Muñoz Riveros

Ex-Ante
Imagen del Congreso Estratégico de Revolución Democrática en marzo pasado. Foto: Agencia UNO.

¿Qué consecuencias políticas tendrá el descaro de los “revolucionarios democráticos” que se dedicaron a drenar millones de pesos de la caja fiscal? Devastadoras, sin duda. Lo más probable es que RD desaparezca del mapa y se agrupen todos los frenteamplistas en Convergencia Social. Pero esto es secundario al lado de los daños irreparables que experimentará el gobierno.


Los militantes de Revolución Democrática envueltos en las corruptelas que se han descubierto no parecían preocupados por la posibilidad de que su modelo de negocios pudiera constituir fraude al Fisco, tráfico de influencias o malversación de fondos públicos. Al parecer, tampoco les inquietaba que el ministerio de Vivienda hiciera sonar las alarmas o la Contraloría metiera la nariz. Tanta soltura de cuerpo no se explica por ignorancia ni falta de experiencia. Estaban convencidos de representar la buena causa.

El triunfo de Boric y la aventura refundacional de la Convención alimentaron en las izquierdas la noción de que el futuro les pertenecía y que encarnaban el idealismo y la pureza. Además, muchos viejos concertacionistas los aplaudían, por lo que no había motivos para vacilar. Allí está probablemente la raíz del desenfadado estilo de los operadores de RD. Iban a cambiar el país de pies a cabeza, todo iba a ser distinto y, por lo tanto, no había razón para preocuparse por los detalles legales. Había llegado el momento de que Chile se convirtiera en “la tumba del neoliberalismo”. ¿Por qué no usar, entonces, los recursos del Estado para inaugurar una época luminosa?

Para asegurar el triunfo del Apruebo en el plebiscito del 4 de septiembre, la coalición gobernante estuvo dispuesta a pasar por encima no solo de las normas, sino también de los escrúpulos. Si Boric había apostado todo a la Constitución refundacional, los seguidores entendieron que estaban autorizados para “correr el cerco” (de la legalidad). Hay que imaginar cómo habrían actuado si hubieran llegado a tener su propia Constitución.

La nueva izquierda frenteamplista no se diferencia esencialmente de la vieja. Comparten la creencia de que el Estado es el corazón de la sociedad, y lo que corresponde es, por lo tanto, conquistar ese corazón. Hoy, ambas izquierdas tienen emprendimientos comunes. Cuando hablan de “cambios estructurales”, en realidad están pensando en acrecentar el papel del Estado y reducir el espacio de la iniciativa privada con el argumento de que así se creará un orden más justo. ¿Es el horizonte anticapitalista? Más bien de otro capitalismo, el de un gran propietario o accionista mayor: el Estado.

Suena altruista la opción programática por “lo público”. Así, las fórmulas estatales para atender las necesidades sociales se presentan como expresión de generosidad, igualitarismo y hasta rechazo del lucro. Sin embargo, no hay tanta bondad. Lo determinante es la acumulación de poder: los cargos públicos permiten que los partidos gobernantes tejan redes, conquisten clientela y pongan las reparticiones públicas al servicio de los intereses partidarios. En Chile, esto ha sido favorecido por un esquema de administración que permite que cada gobierno entrante pueda nombrar a miles de funcionarios.

El culto al poder del Estado es historia antigua. Es la prolongación del sometimiento al poder del rey. Y ya sabemos cuán lejos se ha llegado por esa vía a través de la historia. Los totalitarismos modernos se han apoyado precisamente en la superstición de que el Estado es el padre insustituible, protector, autoritario por necesidad. Como en Chile sería rechazado hoy un programa estatista al estilo UP, con nacionalizaciones y expropiaciones incluidas, el oficialismo procura imponer modalidades de control estatal en todos los ámbitos que pueda: administración de los fondos previsionales, explotación del litio, fórmula Vallejo contra la “desinformación”, etc. La condición es, por supuesto, que las riendas del Estado estén en las manos adecuadas, o sea, las propias.

El Estado puede favorecer el bien común y alentar la inclusión social, pero la experiencia de numerosas naciones es aleccionadora respecto de la posibilidad de que el Estado sea capturado por partidos, sectas y grupos corporativos de todo tipo, e incluso convertirse en un espacio propicio para la formación de asociaciones ilícitas. En no pocos casos ha sido penetrado por las bandas del crimen organizado.

Necesitamos asegurar que el Estado democrático sirva al interés colectivo, y ello exige velar para que todas sus reparticiones estén sometidas a un control riguroso. Ninguna institución estatal puede estar al margen de la fiscalización, ni siquiera la Contraloría, ni siquiera La Corte Suprema. Hay que atacar los focos de la corrupción en el aparato público, por ejemplo, al hecho de que los parlamentarios, como ha dicho Bernardo Larraín, funcionen como verdaderas agencias de empleos públicos.

¿Cuántos otros casos semejantes al de la fundación “Democracia Viva” están todavía en las sombras?  Hay que investigar a fondo. No puede haber condescendencia. Para que no paguen justos por pecadores, hay que identificar claramente a los pecadores.

¿Qué consecuencias políticas tendrá el descaro de los “revolucionarios democráticos” que se dedicaron a drenar millones de pesos de la caja fiscal? Devastadoras, sin duda. Lo más probable es que RD desaparezca del mapa y se agrupen todos los frenteamplistas en Convergencia Social. Pero esto es secundario al lado de los daños irreparables que experimentará el gobierno. La percepción mayoritaria es que, en menos de un año y medio, el bloque gobernante ya mostró lo que era. Los redentores han hecho retroceder al país en muchos terrenos y es casi un milagro que se haya librado de males mayores.

¿Qué idea del futuro tienen Carolina Tohá, Mario Marcel y Álvaro Elizalde? ¿Cómo se imagina el propio Boric el tiempo que le resta en La Moneda? Tienen sobre sus hombros la inmensa responsabilidad de asegurar la gobernabilidad y la estabilidad institucional.

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