Crítica de la víctima (Herder, 2017, 82 páginas) pasa del popular y facilón ¿cómo se escribe de las víctimas sin re-victimizarlas? a algo más notable: el desarrollo de una crítica de la víctima y de la ideología que de ella surge; algo que para Daniele Giglioli admite que puede suponer siempre cierto grado de crueldad si se quisiera hablar de las víctimas reales (aunque tampoco se ve mucho esfuerzo por desenmascarar a las falsas en el texto) y no, como hace el ensayo, de “la transformación del imaginario de la víctima en un instrumentum regni”, es decir, un instrumento de gobierno.
Por eso es que Giglioli se detiene en explicar qué va a hacer y cómo: “para deconstruir una máquina mitológica es esencial hundir el cuchillo en el ambiguo entrelazarse de falso y verdadero que constituye la razón última de su fuerza. Las fuerzas imaginarias se construyen siempre seleccionando y combinando materiales verdaderos”.
No es manual para cazar farsantes. “La víctima es el héroe de nuestro tiempo. Ser víctima otorga prestigio, exige escucha, promete y fomenta reconocimiento, activa un potente generador de identidad, de derecho, de autoestima. Inmuniza contra cualquier crítica, garantiza la inocencia más allá de toda duda razonable”, promete describir Giglioli en las primeras líneas de su ensayo.
La culpa es de alguien
Parte del ensayo es un repase y refutación delicioso a lugares comunes instalados en las universidades y el periodismo (“El que está condenado a repetir el pasado no es quien no lo recuerda, sino quien no lo comprende”, por ejemplo). Ir desmontando esas ideas le permite a Giglioli hablar de la paradoja de los poderosos a presentarse como víctimas, algo completamente distinto a lo que ocurre con las revoluciones clásicas. El líder que se porta como víctima, escribe Giglioni, propone un pacto afectivo; una identificación. Es decir, precisamente la clave de todo populismo.
Así: “(…) Si las peticiones no son satisfechas, es por culpa de alguien”. Y esto es lo que permite una vinculación emotiva y no solo racional entre las diferentes partes de una sociedad. Pero para eso se necesita identificar un enemigo, “que puede asumir los rasgos más diversos; de ahí la radical ambigüedad del fenómeno: los aristócratas, los capitalistas, pero también los judíos, los gitanos, los asociales, los inmigrantes, los holgazanes, los políticos”.
Porque en el populismo no hay amor sin enemigo.
El paradigma
No es que se hayan terminado los héroes: lo que se acabó, según Giglioli, es el paradigma heroico, “que aguantó mal que bien hasta los años sesenta del siglo pasado. Después, algo cambió, y tomó el control el pararadigma victimista”.
Lo que pasó, en parte, es el paso de una sociedad de producción a otra de consumo, diagnostica Giglioli. De ahí es que nace un simulacro que busca reemplazar al sujeto, simulacro “al que la postura victimista confiere un suplemente de solidez aparente asumiendo homeopáticamente una pasividad que se convierte de manera adialéctica en prestigio: tengo una identidad bien mía, poseo pruebas y todos vosotros debéis reconocérmela. El discurso del amo no desaparece, se disfraza, tolerante consigo mismo e intolerante con los demás”. Lo que entrega la victoria final es “lo que es más chantajista”.
La historia
Giglioli se interesa en cómo algunos patrones que ha identificado en el conflicto palestino/israelí se repite en otros conflictos, y especialmente en la narración que hay de ellos. Así es que llega al cine, a Francis Ford Coppola, Michael Cimino, Oliver Stone y Brian De Palma, que parten de lo que llama un macroenunciado: “nosotros, que hemos combatido desde la parte equivocada, nosotros, y no los vietnamitas, somos las verdaderas víctimas de la guerra; nosotros, obligados a matar mujeres y niños, quemar aldeas y cometer cosas horribles, mientras nuestros coetáneos estadounidenses quemaban banderas y hacían surf”.
El intento es de hacer de la historia una “sagrada representación de culpables e inocentes, y no cabe duda a la hora de saber de qué hay que estar”.
Estar pero no necesariamente para vencer, como parecen probar la leyenda de Ernesto Che Guevara y lo que ocurrió precisamente con los vietnamitas. Dice: “¿Qué se hace al día después de la revolución? ¿Cómo se administra el poder? Che Guevara, extendido muerto sobre un catre como el Cristo de Mantegna, no se habría convertido en símbolo si no hubiera abandonado Cuba (y su régimen) y no se hubiera ido a Bolivia a que lo mataran. A ningún Vietcong le ha tocado, ni por casualidad, semejante fortuna iconológica, a pesar de todos los Giap y Ho Chi Mihn invocados en las manifestaciones. Pero igualmente significativa es la transformación en mártires de las estrellas de rock muertas por consumo de droga (…) chivos expiatorios que sufrieron por nuestros pecados, pero no supermillonarios que se dedicaron a gastar sus royalties en todo tipo de sustancias psicotrópicas”.
Algo parecido dice de The Wall, en que “al espectador se le pide que se conmueva por las angustias de Pink, agobiado por haber tenido una familia y una instrucción (…) así como una esposa que lo traiciona porque está harta de que esté siempre ‘colocado’”.
Posdemocracia
La víctima promete identidad, dice Giglioli. Además, garantiza inocencia. Y sobre todo una historia, “lo que la hace especialmente apetecible para una cultura convencida de que el storytelling lo es todo. Hace tiempo que los escritores han desactivado esa sospecha hacia la narratividad que había caracterizad0 a las grandes experimentaciones del siglo XX. Una buena historia es el precepto principal de las escuelas de periodismo”.
Identidad, inocencia e historia. Pero sobre todo lo que la víctima garantiza es la verdad, algo que ni el más feroz de nihilistas va a desmontar. Y eso traerá otras cosas, como las teorías del complot y maldiciones parecidas, que van llenando esa grieta en la dimensión pública que, dice Giglioli, aflige al ciudadano de nuestra sociedad, que llama con un adjetivo tenebroso: sociedad posdemocrática.
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