Lo que en esa época no era más que un nombre y unas ideas vagas de cómo debiese organizarse una coalición política para confluir movimientos sociales y partidos en un programa de transformación, está a punto de entrar a la Moneda en algunas semanas.
En esta y las próximas columnas voy a intentar describir algunos elementos que permitieron a la energía callejera, desatada en 2011 en torno al movimiento estudiantil, articularse, institucionalizarse y, finalmente, disputar el poder.
Hay un elemento común que marca varios de los resultados exitosos del FA. Este elemento es una profunda incomprensión por parte de los actores incumbentes de lo que significaba esta nueva fuerza política en el contexto de los cambios sociales y políticos que ha vivido el país en la última década. Una mezcla de menosprecio, simplificación y resquemor que llevó a que cada victoria del FA fuera percibida como una sorpresa. El FA no fue otra apuesta más de la izquierda testimonial. Tampoco fue simplemente un recambio generacional de la Concertación. Fue otra cosa. Ojalá estas columnas ayuden a entender qué es eso que asumirá el 11 de marzo de 2022.
Los orígenes del FA
Las movilizaciones del 2011 han terminado siendo un momento decisivo de la historia política nacional. No solo es la cuna de varios de los liderazgos del FA, incluido el recientemente electo presidente.
También fue un primer síntoma de un desborde social que no lograba ser canalizado por la institucionalidad democrática de la transición y los partidos que la habían comandado. Un desborde que alcanzó su expresión más nítida en el estallido social de 2019, pero que puede verse, también en varias manifestaciones que lo precedieron. Así, por ejemplo, para el periodo 2009-2010, alrededor de 19% de las movilizaciones planteaban demandas de transformación político-estructural, mientras que este tipo de reivindicaciones aumentó a 45% entre 2011 y 2012 (PNUD, 2015).
Estas energías desatadas en 2011 empiezan a articularse en una serie de movimientos que, en 2016, concretarían un germen de alianza, con el acercamiento entre RD y otros movimientos de origen estudiantil que adoptó el nombre de Frente Amplio.
Dos movimiento estuvieron en la base de este germen. Por un lado, RD abandonó su tesis de “colaboración crítica” con el gobierno de la Nueva Mayoría. Por otro lado, se produce un quiebre dentro de Izquierda Autónoma, en que los dirigentes Gabriel Boric y Jorge Sharp terminan fuera de esa orgánica, defendiendo una tesis más abierta a la disputa electoral-institucional y, por añadidura, al acercamiento con RD. En tono de broma, algunos dicen que los primeros tuvieron que renunciar a la Concertación y los segundos a la revolución.
La victoria de Sharp en Valparaíso fue la primera “sorpresa” del FA y generó importantes expectativas sobre la naciente coalición. Valparaíso jugó un rol central porque ayudó a despejar la imagen de izquierda sin posibilidades electorales con que cargaban las apuestas políticas por fuera de la Concertación y Nueva Mayoría.
Así, cuando a comienzos de 2017 se lanzó oficialmente el FA, este logró sumar 14 movimientos y partidos políticos. Pese a que los pronósticos electorales no fueron auspiciosos, la nueva coalición logró consolidarse con un impresionante resultado en las elecciones presidenciales (en las que Beatriz Sánchez quedó a solo dos puntos debajo del candidato de la ex-Nueva Mayoría) y parlamentarias (en las que obtuvo 20 diputados y un senador). Sería la segunda “sorpresa”.
¿Por qué el FA logró sus primeras “sorpresas” electorales?
¿Cómo explicar este resultado en las elecciones de 2017? La otrora exitosa tesis electoral de la Concertación y la Nueva Mayoría se basaba en una particular lectura de las divisiones ideológicas de la sociedad chilena: la población se distribuiría en forma de campana de Gauss en términos de adhesión en el eje izquierda/derecha. Es decir, la mayoría se concentraba en el centro político y, mientras más lejos de este, menor sería el apoyo en la población.
Siguiendo esta lógica, la Democracia Cristiana decidió emprender su «camino propio» y salirse de la Nueva Mayoría, a la que consideró demasiado corrida a la izquierda debido a la incorporación del Partido Comunista y a su impulso reformista. El camino propio –pensaba la dirigencia de la DC– permitiría recuperar su influencia política apelando a un supuesto «votante de centro» que habría quedado «huérfano». Sin embargo, el resultado electoral del partido terminó siendo paupérrimo: se redujo fuertemente su presencia parlamentaria y la candidatura presidencial obtuvo el quinto lugar en preferencias.
Esto parece reflejar que, si bien esta aproximación a la distribución de preferencias ideológicas podía acercarse a la realidad a comienzos de la transición en los años 90, este contexto habría cambiado. Según datos de la encuesta CEP, se puede observar una fuerte caída en la identificación con todos los elementos del eje izquierda/derecha, especialmente en la centroizquierda, centro y centroderecha. Así, los que no se identifican con este eje pasaron, entre 1990 y 2017, de 11,5% a 48,6%.
Este hecho (que se observa en muchos otros estudios) permite mirar con otra luz la apuesta del Frente Amplio. En definitiva, los votantes durante el largo ciclo electoral se alejan de los referentes políticos de los años 90, pero lo que los motiva no parece ser la búsqueda de un «centro» perdido. En este sentido, el ejemplo de la elección del alcalde de Valparaíso parece ser icónico en una tendencia que se consagró en las elecciones de 2017: una migración importante hacia una votación distinta de los dos bloques tradicionales, pero que parece difícil de encuadrar en el clásico clivaje del eje izquierda/derecha.
Parte de lo que explica que el éxito del FA se haya percibido como “sorpresa” se debe a la profunda convicción en varios dirigentes políticos, hasta el día de hoy, de que existe una masa de la población que se identifica sustantivamente con el “centro”. Sin mucha evidencia, se insiste en que estos votantes apoyarán a quien sea que utilice este rotulo.
Por cierto, la mayoría de las personas rechazan los proyectos irresponsables y prefieren el dialogo al conflicto. También es cierto que la mayoría de los ciudadanos quieren un horizonte de tranquilidad y orden. Pero la idea de que el que lleve la etiqueta “centro” es quien encarna esos bienes en ojos de la ciudadanía es, al menos, discutible.
Es más, según, por ejemplo, datos de la Cadem de abril de 2019, el Frente Amplio, pese a su ambicioso, radical y transformador programa, era percibido por la población como más cercano al centro que el PS y a un nivel similar al del partido Radical. Más que preguntarse por cuántos chilenos se identifican con el centro, quizás la pregunta más interesante es qué entienden los chilenos por centro y cómo se diferencia de lo que las dirigencias políticas entienden.
Más allá del temprano éxito electoral, los primeros años de vida del FA develaron su principal falencia. Mientras que en la oposición a las fuerzas políticas tradicionales había cierta confluencia, en el terreno programático había más preguntas que respuestas. Esta dificultad se exacerbó con las dificultades para coordinar una bancada parlamentaria compuesta por un gran número de colectivos políticos y con varios proyectos individualistas. Luego de la primera etapa de conformación institucional del FA, vendría el doloroso y bullado periodo de depuración, marcado por quiebres y peleas. Este será abordado en la siguiente columna.
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