Al concurrir a las urnas el próximo domingo, reafirmaremos el pacto de civilización que es la democracia, cuyo principio cardinal es la competencia pacífica por el poder. No debemos perderlo de vista. El hecho de que tengamos elecciones limpias, con plenas garantías para todos los sectores, es una gran conquista cívica. El pluralismo político e ideológico está resguardado por la ley, pero también por la tradición de los buenos hábitos de convivencia. Vivimos en una sociedad en la cual las garantías individuales y las libertades públicas son una realidad. Desde diciembre de 1989, cuando se efectuaron las primeras elecciones de la democracia recuperada, el país ha tenido estabilidad política e institucional, y ningún gobernante ha intentado modificar las reglas para quedarse en poder. Todo ello constituye un patrimonio que debemos proteger. Nada de eso existe en Cuba, Venezuela ni Nicaragua.
Nuestra primera obligación es, entonces, reforzar los cimientos del edificio de las libertades, lo cual depende de la lealtad hacia los principios y procedimientos de la democracia representativa. Si una fuerza política saca provecho de la legalidad democrática para debilitar sus bases, en los hechos traiciona el pacto de las libertades. No es lícito tener un pie en el Congreso y el otro en la revuelta. No es moralmente aceptable servirse de las instituciones para promover la violencia. Lamentablemente, en los últimos dos años, numerosos parlamentarios han dado obscenas muestras de deslealtad hacia el régimen que los cobija. El descrédito de la Cámara de Diputados llegó al extremo con el bochornoso espectáculo que protagonizó el diputado socialista Jaime Naranjo con el único propósito de ser reelegido. Se comprobó, una vez más, que la democracia puede ser socavada desde dentro, que es exactamente lo que han hecho aquellos parlamentarios a los que solo les importa su propio interés y usan cualquier método para mantener la dieta que les paga el Estado.
¿Cuáles son las mayores amenazas que enfrenta el régimen democrático? Sin ninguna duda, la violencia y el populismo, que se han retroalimentado desde el 18 de octubre de 2019, cuando nuestra convivencia fue atacada por la espalda y se debilitaron los diques de la legalidad. Nada es más urgente que hacer retroceder tales amenazas. El Estado debe restablecer el monopolio de la fuerza y hacer respetar la ley en todo el territorio.
El país no está condenado a la inestabilidad y la decadencia. Puede recuperarse de los estragos de la pandemia y volver a progresar. Pero la condición absoluta es la defensa del Estado de Derecho, hoy dificultada por el desafortunado experimento de la Convención Constitucional. Allí radica el mayor foco de incertidumbre. ¿Qué factor puede contrarrestarlo? La firme voluntad de los nuevos parlamentarios y del nuevo mandatario de despejar las dudas sobre el alcance y las atribuciones de sus propios cargos. En ninguna parte está establecido que ellos asumirán en marzo próximo con poderes cercenados. Por lo tanto, deben actuar con un mínimo de autorrespeto y de consideración por el veredicto de los ciudadanos, y ejercer sus cargos con apego a las normas vigentes.
En Chile no existen dos legalidades. Solo una. No ha sido derogado el orden constitucional que hoy permite la vida en libertad y las propias elecciones. La Convención solo prepara un proyecto de nueva Constitución, y ya veremos si los ciudadanos lo aceptan. Hay que poner coto a la palabrería refundacional.
Chile no necesita ser refundado. Necesita cambiar no pocas cosas, pero conservar muchas otras. En consecuencia, tenemos que recuperar la templanza, el equilibrio y la sensatez para avanzar hacia días mejores. Pasadas las elecciones, será indispensable que, con vistas a proteger el interés nacional, las principales fuerzas políticas converjan en un pacto de gobernabilidad.
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