Mucho se ha hablado sobre las preocupaciones del Presidente Sebastián Piñera en los días previos a su trágico deceso. El gran incendio de Viña lo estremeció como a todo el país, sin embargo, su permanente desvelo tenía que ver con el deterioro de la convivencia cívica, que ha actuado como el mar de fondo de un escenario donde se manifiesta la violencia en todas sus expresiones, desde la criminal, hasta la que vemos en los estadios deportivos, pasando por la vinculada a causas políticas que ha dejado cicatrices en todo el país.
El Presidente creía que debíamos restaurar el espíritu de unidad para enfrentar la crisis de seguridad y nos instó a sus ex colaboradores a prestar la mayor colaboración posible al Gobierno. Nos demandaba un espíritu de cooperación porque pensaba que la crisis de seguridad debía abordarse con el mismo sentido de urgencia que una catástrofe natural. Anhelaba que contribuyéramos a restaurar el consenso básico que se quebró ya en su primer Gobierno: la condena a la violencia, sin ambigüedades. Buscaba entregar el apoyo que no recibió en ninguno de sus dos mandatos, cuando la seguridad ciudadana y el orden público se veían crecientemente amenazados.
En nuestra última conversación presencial abordamos el tema con la profundidad que él acostumbraba. Sabía que no habría posibilidad de recuperar el rumbo del país sin una mirada común frente a la violencia, porque sin seguridad no hay crecimiento ni prosperidad posible para los chilenos.
Existe una concatenación muy fuerte entre la validación de la violencia como método de reivindicación de demandas, los esfuerzos por inhibir la acción policial y el avance de la violencia criminal. Por ejemplo, la violencia disfrazada de objetivo político en la “liberalización de territorios”, avalado por algunos sectores políticos e intelectuales, que ha traído una erosión del Estado de Derecho en que la fuerza reemplaza a los mecanismos de la sociedad para la resolución de diferencias. Este tipo de hechos no son aislados, se extrapolan a circunstancias tan distintas como el incremento del uso de armas de fuego en los delitos, el sicariato, la lucha territorial por parte bandas de narcotraficantes, y también, en otra magnitud, pero no menos relevante, el deterioro de la convivencia escolar o el trato agresivo entre ciudadanos en la calle.
El Presidente me señaló su convicción de que para enfrentar con éxito el combate a la delincuencia y el crimen organizado, debíamos tener una unidad de propósito con la convivencia democrática en el centro, excluyendo y condenando cualquier tipo de violencia, principalmente la política.
Lamentablemente, este fenómeno fue avanzando en el país. En el primer gobierno del Presidente, nos tocó enfrentar distintos “estallidos” regionales: Magallanes (enero 2011), Aysén (febrero de 2012) y la denominada “Revolución Pingüina 2.0” (desde abril de 2011). Un diagnóstico que compartí en una entrevista en 2012: “la gran diferencia entre el escenario forjado por las fuerzas democráticas entre 1990-2010, comparado con el que se ha ido asentando ahora, es sin duda la falta de una condena unánime y decidida al uso de la violencia (…) Oposición y oficialismo construimos y respetamos un consenso básico, que emanaba de un diagnóstico común acerca de la polarización y violencia (…), como una de las causas relevantes del quiebre democrático (…) quienes insistían en alzar la vía violenta como expresión política eran una minoría bulliciosa e irrelevante”.
Diez años después, en 2022, este proceso sólo se había agravado hasta llegar el “estallido” de octubre de 2019, donde un diputado de la República -que llegó a ser ministro de Estado- publicó en sus RRSS “Gracias totales cabr@s” por la evasión masiva del pago del Metro. Octubre de 2019 fue sólo el corolario de un proceso que se gestó años antes, porque como país fuimos permitiendo lo inaceptable. Dejamos que se cuestionara aquello que ningún país democrático puede permitirse, como es la legitimidad de las instituciones democráticas que Chile construyó desde 1990.
El presidente del PC, Lautaro Carmona, no tiene problemas en señalar que lo vivido en 2019 fue una rebelión popular contra un gobierno electo apenas un año y medio antes. Lo peor, es que lo dice de manera impune, algo impensable en cualquier democracia desarrollada. La falta de condena de la violencia y la validación de la “revuelta” contra gobiernos democráticos ha ido acompañada de una estrategia política de bloqueo de la provisión de medios para enfrentar la violencia.
En 2011, cuando se intentó implementar controles en los estadios vía torniquetes, identificación facial y huellas digitales el bloqueo legislativo, judicial y la cancelación comunicacional no se hizo esperar, dilatando medidas urgentes. Hoy, nos hemos acostumbrado a partidos suspendidos y encuentros sin público. A mediados de 2011, por ejemplo, un grupo de parlamentarios presentó un proyecto para prohibir las lacrimógenas. Luego, muchos se opusieron al recambio de carros lanzaguas. Todo esto se siguió dando en los años siguientes, con su máxima expresión en 2019.
El 13 de noviembre de 2019, a casi un mes del inicio de lo que hoy el PC no tiene problemas en reconocer como una rebelión, el Presidente Piñera propuso tres acuerdos nacionales para superar la crisis, tras jornada de violencia. Un acuerdo por la paz, “que nos permita condenar en forma categórica y sin ninguna duda, una violencia que nos ha causado tanto daño“. El impulso de “una robusta agenda social que nos permita avanzar rápidamente hacia un Chile más justo “. Y un acuerdo por una nueva Constitución, tramitada “dentro del marco de la institucionalidad democrática, con una clara y efectiva participación ciudadana; con un plebiscito ratificatorio“. La historia es conocida. Sólo hubo oído y disposición para el tercero de los acuerdos propuestos.
Cuando existe un reconocimiento al rol del Presidente Piñera en sus dos Gobiernos y las enormes dificultades que enfrentó, desde los desastres naturales a este mar de fondo del deterioro de la convivencia cívica; cuando organismos como la Corte Penal Internacional desestimaron su procesamiento por supuestas violaciones sistemáticas a los DD.HH., a pesar de la insistencia del PC y movimientos afines; cuando la expresidenta Bachelet reconoce los esfuerzos del expresidente Piñera durante el estallido y cuando el Presidente Boric admite que las críticas fueron más allá de lo justo, vemos un grupo de personeros que insisten en mantener las condiciones comunicacionales del mar de fondo que posibilita la violencia.
Ha llegado el momento de restaurar los consensos básicos de condena a la violencia en todas sus formas, como única manera de cambiar el contexto que permita enfrentarla con sentido de unidad y urgencia. Ese sería el mejor homenaje al Presidente Sebastián Piñera.
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