La historia no se escribe rápido, sino lento. Ella está obligada, primero, a bucear en lo que queda de evidencia y, desde ahí, narra. La memoria, por el contrario, es el terreno del recuerdo, de la subjetividad, y parece ser esto en lo que el gobierno se ha inscrito con saltarina alegría al anunciar la conmemoración (con memoria) del medio siglo del golpe de Estado de 1973: un proceso en construcción que involucra comisiones, eventos, relatos y, por supuesto, opiniones; conducido, desde luego, por el Supremo Gobierno, en quien hemos de confiar guarde la gravitas necesaria.
A mí, por lo menos, me sorprende la persistencia de esta memoria en la generación que nos gobierna, considerando que 2006, 2011 y, aunque está más cercano, 2019, son sus verdaderos puntos pivotales: puntos sobre los que también estamos divididos, o no tanto, sobre todo respecto de 2006; pero sobre los cuales, al menos, ellos y ellas tienen experiencia vital.
Por otra parte, la gran falacia de 2019 fue que, en realidad, la restitución democrática de 1990 no había ocurrido, que la Concertación había sido, en realidad, una continuación de los Chicago Boys y el partido militar y que Piñera era igual que Pinochet. El octubrismo intentó beber de la épica de la lucha antidictatorial; para ello, en el fondo, debía mantener a la dictadura viva. Todo lo que lo rodeaba: tiendas, monumentos, policías, calles, ciudad, era un reflejo de lo ocurrido el 11 de septiembre de 1973.
* * *
En 1941, hasta donde he podido revisar, no hubo mayor asunto para conmemorar los 50 años de la guerra civil de 1891, experiencia macabra en la que más de 10 mil chilenos perdieron la vida; un suicidio colectivo que, más bien, la clase política entera, incluso los partidos perdedores, intentó olvidar y superar lo más rápido posible.
Acaso era la manera “antigua” de hacer las cosas, como bien lo demostraron Elizabeth Lira y Brian Loveman en ese libro obligatorio que es “Las suaves cenizas del olvido: vía chilena de reconciliación política, 1814 – 1932”, que reporta con quirúrgica precisión la manera que el sistema político chileno lidió con el conflicto: barriéndolo bajo la alfombra.
El siguiente gran “50 años” fue 1981, año raro, puesto que está en plena dictadura militar, y por lo tanto, relacionado con 1973. Por eso no hubo “piso” ni interés para andar rememorando la sublevación de la escuadra (o “de la marinería”), ocurrida en 1931: conflicto político-militar tipo “Revolución Rusa” desatado en el medio de la anarquía que vino después de la dictadura del general Ibáñez, en el que oficiales se enfrentaron a suboficiales y el Ejército a la Marina, en un conflicto de un par de días de duración que también terminó con muertos y que, creo, fue, al menos en la memoria colectiva de las Fuerzas Armadas, un episodio clave para 1973.
Así las cosas, y sin considerar la subjetividad de la memoria, ¿qué podemos decir de nuevo sobre Pinochet, Allende y los Hawker Hunter? En realidad, poco, porque la evidencia es masiva. Sin embargo, ese “poco”, la evidencia, está cubierto por el manto de la memoria y la subjetividad.
Tal vez algo sensato, para comenzar, sea desmitificar los eslóganes que se han fabricado. No, no fue un “golpe de la CIA” (aunque la CIA supo todo de antes y, desde luego, aplaudió). No, no fue un golpe “neoliberal” (aunque los neoliberales eran, como los militares golpistas, antimarxistas). No, no fue un meteorito de maldad que iba pasando y cayó sobre nosotros: fue la consecuencia final, trágica, acaso ilegítima e inmoral, pero consecuencia, al fin y al cabo, de una falla estructural de la clase política chilena que terminó, tal como en 1891, recurriendo a los militares como árbitros arbitradores.
Y no me refiero solo a la derecha: fue Allende quien recurrió a ellos cuando se vio en serios aprietos en 1972 y, de nuevo, en julio del 73. De hecho, tengo mis serias dudas de que se pueda decir que el golpe de septiembre del 1973 fuera “de” la derecha, en el sentido de que ella fuera la gestora y la propietaria (sin perjuicio de otros intentos de golpe, fracasados, previos al de septiembre del 73). El hecho de que lo hiciera suyo y reventara en aplausos y champaña no la hace la dueña.
Pienso, y en esto tengo poca “claque”, lo reconozco, que dictadura militar y golpe de Estado son dos cosas parecidas pero distintas. Desde la evidencia, ni el 11 de septiembre de 1973, ni el 12, ni el 13, son expresiones del proyecto político que se escribe en una Constitución en 1980, mucho menos del sistema de economía abierta que hoy se identifica como “neoliberalismo”.
Los aviones que bombardean La Moneda, las expresiones llenas de sorna de Pinochet durante el ataque al palacio de gobierno, la unidad de las Fuerzas Armadas en torno a dos jefes legítimos (Leigh y Pinochet, nombrados por Allende) y dos ilegítimos (los autonombrados Merino y Mendoza), fueron expresiones, aunque violentas, simples: un movimiento destitutivo no solo del Presidente de la República, que a juicio de ellas, había fracasado en su intento de evitar la guerra civil y se constituía en una suerte de traición, al apoyar un sistema antidemocrático en el que Chile iba a ser una nueva Cuba; sino del sistema político en general, que a juicio de los militares golpistas compartía con el Presidente igual culpa. Si no, ¿para qué, además de bombardear La Moneda, clausurar el Congreso?
Un viajero en el tiempo vería que el 10 de septiembre de 1973 la guerra civil era una posibilidad en las mentes de todos los actores políticos y que cada uno asignaba la responsabilidad de su eventual ocurrencia a su enemigo. En esas circunstancias, quienes realmente entendían la situación sabían que una eventual defensa del gobierno implicaba, necesariamente, una repetición de 1891 (probablemente, Carabineros y partes del ejército contra la FACH, el resto del ejército y la Armada).
Es cierto que en el momento la idea de la guerra civil estaba azuzada por una campaña de desinformación bastante sui generis: aunque la derecha acusaba a la izquierda de haber acumulado una capacidad militar de magnitud, la izquierda no estaba demasiado interesada en corregir a sus enemigos. Al contrario, parecía gustarle que le tuvieran miedo.
El golpe de Estado se dio en buena parte gracias a las tribulaciones retóricas del sistema político más que sobre una capacidad militar contundente de la izquierda, que en la práctica no existió. Pero en ese momento lo retórico era lo que importaba, la manera en que la clase política experimentaba lo público y, a la postre, la realidad se construyó a través de aquello.
La misión del golpe de Estado de septiembre de 1973 era sacar al Presidente, conseguir su renuncia así fuera bombardeando La Moneda, y obtener que se fuera del país. El propio Allende entendía esto. Si no, no hubiera intentado negociar con los militares antes del bombardeo.
¿Qué tenían pensado los militares para después? Aparte de su antimarxismo criminal, ellos sabían que no iban a permitir políticos en lo que viniera después, ni a Frei Montalva ni a la derecha. Entonces la respuesta es absurda por lo simple, pero no menos real: nada. No tenían pensado absolutamente nada.
Una somera revisión al primer año de gobierno de los militares da cuenta de la improvisación con la que actuaron en el campo político y administrativo. Solo en el militar, el que conocían, tenían algo, y así implementaron una política de exterminio masivo y delictual de quien transformaron en su enemigo: la izquierda chilena. Y es así a pesar de toda la mitología que circula en torno al golpe.
El “neoliberalismo” es un fruto que cae en 1975, cuando una alianza dentro de los civiles de la dictadura hizo caer a los últimos políticos que quedaban dando vuelta (los nacionalistas), para, entonces sí, comenzar a modelar un proyecto económico que iría de la mano con uno político.
Sorprendemente, lo más “político” que los militares habían dispuesto antes del 11 de septiembre fue el célebre memorándum de julio, en el que tras el “tanquetazo” le decían a Allende que solo podía contar con ellos, entre otras cosas, si promulgaba la ley que establecía la famosa área de la propiedad social de la economía (la ley de expropiación de grandes empresas privadas), o llamaba a plebiscito para ratificarla, que era una de las causas de conflicto con la oposición. Es decir, no estaban en contra de la última gran idea socialista, sino que exigían que se la encausara de acuerdo a la Constitución.
En la conferencia que sucedió al golpe de Estado, en la noche del 11 de septiembre, Merino dijo: “Tal vez sea triste que se haya quebrado una tradición democrática”. Mendoza: “No se trata de aplastar tendencias o corrientes ideológicas… sino de re-establecer el orden público y volver al país por la senda de la Constitución y las leyes de la república”. Hasta Pinochet parece moderado. El único que demostró ideología fue Leigh, que habló del “cáncer marxista” y de extirparlo “hasta las últimas consecuencias”, prefigurando la matanza.
A la luz del horror posterior, las declaraciones “neutras” de la junta parecen banales, mentirosas y monstruosas. Pero hay que pensar que en el momento en que se están pronunciando solo hay presente: ni los jefes saben cómo terminará el golpe de Estado que han cometido esa mañana. Pinochet, dos días antes, temía por su vida al punto que Leigh tuvo que “apretarlo”.
Una revisión a 50 años de los hechos, debería, a mi juicio, aislar al golpe de la dictadura: es la única manera de hallar algo “nuevo” y por lo tanto, encontrar alguna utilidad a esta historia contada una y mil veces. El golpe pone fin a una discusión que estaba abierta desde 1958, cuando Allende casi le ganó la presidencia a Alessandri: ¿era la democracia chilena una “falsa democracia”, como sostenía la izquierda? Si era así, y esto era la convicción íntima de Allende, la Unidad Popular era la única alternativa que el país tenía para evitar una revolución violenta, que implicara sangre, que fuera igual a la cubana.
El reemplazo gradual de leyes y constituciones era un camino para llegar a lo mismo que una revolución; entonces, esta era la “vía chilena al socialismo”, con “empanadas y vino tinto”. Desde luego, esto simplemente era una ficción para la oposición, en buena parte por una falla de Allende mismo, que no lograba generar confianzas con la Democracia Cristiana porque no se aislaba, del todo, de las tendencias más revolucionarias de la UP: el MIR y el Poder Popular, y eso es lo que le reclamó Aylwin en la casa del cardenal Silva en agosto del 73.
Pero hay que considerar que buena parte de los chilenos de septiembre de 1973 consideraban, de verdad, que la solución a este conflicto pasaba por una guerra civil o un golpe, y que, con la pistola en la cabeza, era mejor lo segundo.
Esta última idea era la que, al final del día, prevaleció en las Fuerzas Armadas, y que hizo que incluso los oficiales constitucionalistas como Prats, Pickering y Sepúlveda, se hicieran a un lado y dejaran a Pinochet –que hasta hacía muy poco pertenecía a ese club– pista libre. Prats se lo dijo a Allende cuando el Presidente le preguntó, días antes del golpe, sobre la posibilidad, en caso de que ocurriera, de refugiarse en un regimiento leal.
Los militares mantendrían la verticalidad del mando en todas las circunstancias, le dijo. Y eso fue lo que ocurrió. Para el golpe, en la Armada y en Carabineros se cortaron la cabeza y pusieron otra que dio las nuevas órdenes. Hay que recordar que esto fue especialmente dramático en Carabineros: que comenzaron la mañana del 11 defendiendo al gobierno y terminaron retirándose.
Por otra parte, una relectura del último discurso de Allende puede, también, arrojar nuevas luces. En él no hay referencia alguna ni a la Unidad Popular, ni al socialismo, ni al marxismo. Es un texto que se centra en tres ideas: trabajadores, pueblo y Constitución. Esto me hizo escribir, en mi libro sobre la UP, que hay algo de luz en el misterio del suicidio de Allende. Puesto a elegir, en la hora de su muerte, elige la democracia representativa (la democracia “burguesa”) que lo puso en La Moneda.
Esta idea no está presente de forma tan prístina durante su gobierno: de hecho, su discurso del 21 de mayo de 1972, en el que lanza la idea de la inevitabilidad de la revolución, y que la UP es la garantía de no-violencia, es lo más cerca que está de “conceder” algo a sus adversarios políticos. Pero, considerando las circunstancias y al ser humano que las experimenta, el último discurso de Allende no deja de ser una pieza de oratoria que trasciende a la izquierda.
Si me apuran, y si tiene algún sentido conmemorar algo, estas son las palabras que, por lo menos a mí, y a 50 años de ser pronunciadas, me hacen el sentido que tanta falta hace hoy: una de las pocas circunstancias en que memoria e historia están juntas.
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