Convertir los 50 años del golpe de estado en el leit motiv del discurso gubernamental y eje de la agenda 2023 fue una decisión peligrosa que a dos meses de la fecha en cuestión se vuelve cada día más difícil de controlar.
Es obvio que para la sociedad chilena el aniversario sería motivo de reflexiones y debates en los ámbitos culturales, académicos, políticos y periodísticos, y así ha sido: nuevas publicaciones y reediciones de libros clásicos, exposiciones en los museos, testimonios entre los cuales el del presidente Aylwin, reflexiones, seminarios en las universidades y debates en los medios dan cuenta de ello: un momento relevante para aprender y hacer de nuestra historia un lugar de crecimiento y maduración.
Pero, no es tan evidente que el gobierno debía convertirse en el principal agitador.
La definición de un asesor presidencial especial para construir el relato de la conmemoración, la creación de una cartelera de actividades conmemorativas en la web, la plantación de árboles memorables, la insistencia del presidente en instalar el tema en sus giras internacionales, la proposición desde Madrid sin diálogo previo de una carta transversal para condenar el golpe de estado, han sido todas iniciativas que o suenan raras o han salido mal.
En contra de los deseos del gobierno, la encuesta CERC-MORI mostró que, lejos de la condena transversal a las violaciones de los derechos humanos y la dictadura, la opinión de muchos chilenos ha venido involucionando en sentido contrario. Si en 2013 más del 60% consideraba que nunca hay razón para un golpe de estado, en 2023 esta marca bajó al 40% y más del 35% consideraran hoy justificado el golpe de estado y valoran a Pinochet como gobernante.
La pregunta que hay que hacerse entonces es ¿por qué la opinión pública está cambiando de esta manera respecto de un quiebre brutal de la legalidad democrática y que posibilitó la instalación de una política criminal que tuvo consecuencias probadas e irrefutables en relación a los derechos más básicos de la persona humana?
La reacción de cierta izquierda no se ha dejado esperar y terminará agravando el problema. Su respuesta, coincidente con el relato del PC fortalecido tras la salida de Fernández, es instalarse en el lugar de los justos, de la superioridad moral, polarizar apuntando con el dedo a los que apoyaron el golpe de estado o a los que pretenden un relato más complejo, retar, desafiar y plantar cara al resto: la derecha, los empresarios, los demócrata cristianos y “algunos socialistas”.
En definitiva, pareciera que lo que se desea es volver después de medio siglo al clivaje UP-AntiUP, una opción suicida para la izquierda y el presidente Boric.
Otra respuesta podría ser que los chilenos y chilenas se han visto amenazadas en aspectos vitales de su vida, que no se encuentran satisfechos con la convivencia que tenemos: que la violencia se ha vuelto una realidad inminente, que la polarización política genera inseguridad y temor, que demasiadas demandas no encuentran su solución, que los privilegios de los políticos son inaceptables, que no hay respuesta a las urgencias de empleo, ingresos que no alcanzan, asaltos, colegios tomados y un largo etcétera.
Calmar las conmemoraciones es el consejo que debería acoger el gobierno. Volverlas más crípticas y menos reivindicativas. Mayor sobriedad. Dejar que la sociedad haga sus debates sin distraer al gobierno. Ocuparse de lo que importa a los chilenos de hoy: la corrupción en sus filas, la seguridad, las pensiones, la educación de los hijos, los campamentos, la deficitaria atención en la salud pública. Y para el 11, el merecido homenaje a las víctimas.
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